Hace cincuenta años entraba yo en la casa de Gabriel Celaya, en la calle Nierember de Madrid, para darle un libro de poemas, escrito a máquina, mi primer libro aún no impreso, porque antes iba a pedirle a Celaya, con la ayuda de mi buen amigo Paco Rabal, un escrito que, a modo de prólogo, se pudiese ubicar en el frontispicio de aquellos poemas.

Esto lo digo porque la profesora María Teresa Caro Valverde, que ha hecho un excelente estudio sobre mi último libro, Debe ser el tiempo que hace hoy, hace un memorándum general de mi obra poética y, en este sentido, la investigación de la doctora Caro se inicia con aquel libro que yo llevaba a Gabriel Celaya en 1968 y que se titulaba provisionalmente Nacer en postguerra.

Tuve en unos meses las palabras del maestro Celaya, hermoso prólogo que no pudo ser publicado porque ya en la censura previa, que entonces se pedía al ministerio correspondiente para cualquier publicación, no pasó de la lectura de la comisión censora que prohibió una treintena de poemas así como dicho prólogo ya comentado de Gabriel Celaya, que nunca entendió aquella medida tan disparatada.

Lo que quedó de aquel libro, titulado finalmente Los versos de Pedro Pueblo se publicaría en 1970, con un dinero que gané en algunos premios de poesía y narrativa, entre otros el Primer Premio Ciudad de Lorca de Poesía; y el prólogo de Celaya firmado en 1970 y que él mismo había titulado Hablo de Pedro Guerrero, vería la luz en el número cero (otoño de 1979) de la revista murciana Márgenes, dirigida por Ángel Montiel.

Hace tantos años de aquellos tiempos de censura de un régimen fascista que apenas si lo recordaba así; lo que me queda, sobre todo, es haber conocido a Gabriel Celaya y a su señora, Amparichu, y recordar aquella primera reunión en su casa, comprobando muy pronto que era realmente un lugar antifranquista, llena de personajes que lucharon contra la dictadura y que estaban allí, políticos y literatos, como un refugio de grupos de intelectuales y defensores de la libertad, conformando a los que como yo íbamos por primera vez, un honor verdadero que recordaré toda la vida tanto a los que conocí por primera vez como a los que ya conocía por otros motivos, los poéticos, como Ángel González, Pepe Caballero Bonald o Eduardo García Rico que andaban por allí en aquel primer día en casa de los Celaya.

Y hasta aquí, la historia de una anécdota cruel y también absurda, de la más patética y negra España que jamás se ha conocido, frente a la España de la cultura y la libertad que vivía en aquellas personas que visitaban aquel piso de Nieremberg y sus anfritiones, los Celaya, sabiendo, además, que «estábamos tocando el fondo de aquella vida de golpes y ya habíamos tocado el fondo y tomado partido hasta mancharnos».