Ya conocemos las calificaciones provisionales de la Fiscalía contra los 18 políticos catalanes. Acusa de rebelión (castigada con un máximo de 30 años de prisión) a Oriol Junqueras, vicepresidente entonces de la Generalitat, y a otros ocho acusados. También de malversación de fondos públicos y desobediencia. Para los otros procesados las acusaciones son menores.

No hay duda de que se trata del juicio más relevante y delicado al que se ha enfrentado hasta ahora la democracia española. Es cierto que el juicio contra Armada, Milans del Bosch, Tejero y los otros golpistas del 23F del 81 fue muy relevante. Pero no hubo entonces gran división en la sociedad española. Al contrario, la gran manifestación de repulsa reunió a todos los partidos, desde la AP de Manuel Fraga hasta el PCE de Santiago Carrillo.

Los golpistas tenían un apoyo social ínfimo y el juicio sólo fue peligroso (relativamente) por las repercusiones que podía tener en un sector minoritario del Ejército. Nada similar pasa ahora. Los acusados son dirigentes democráticamente elegidos cuyos partidos volvieron a tener mayoría absoluta y el 47 % de los votos en las posteriores elecciones catalanas del 21D, lo que no puede dejar de conmocionar y tener consecuencias en una comunidad autónoma que desde la aprobación del Estatut del 2006 vive agitada por sus relaciones con el resto de España.

No cabe duda de que en el otoño del año pasado se cometieron por las autoridades catalanas delitos contra la Constitución y el propio Estatut que deben ser sancionados porque la primera norma de la democracia es el respeto al Estado de Derecho. Pero una cosa es aplicar la ley y otra hacerlo con un carácter ejemplarizante (por ejemplo la prisión incondicional y sin fianza durante un año) y no tener en cuenta todas las circunstancias.

La acusación de rebelión es discutible porque en los hechos de octubre del 17 no hubo violencia (característica de este delito) y en todo caso no fue superior a la practicada por los piquetes de algunas huelgas que intimidan o inutilizan los accesos a empresas o bancos.

La acusación es desproporcionada y así lo cree una gran mayoría de catalanes -muy superior al 47 % de independentistas- según recientes encuestas de dos diarios tan distantes como La Razón y El Periódico de Cataluña. Y no son sólo los ciudadanos catalanes.

Muchos juristas y catedráticos de Penal, el propio expresidente Felipe González y el expresidente del Tribunal Supremo y del Constitucional Pascual Sala han expresado sus dudas o disconformidad. Sin olvidar que el tribunal superior de un land alemán se negó a entregar a España a Carles Puigdemont porque no apreció rebelión. Y la propia Abogacía del Estado (ciertamente dependiente del Gobierno legítimo y constitucional de España) no acusa de rebelión, por la ausencia de violencia suficiente, sino del delito de sedición que tiene como pena máxima (15 años), la mitad que el de rebelión.

El juicio que puede durar cuatro meses va a generar una gran división social. No se trata sólo de que más de media Cataluña no comparta la acusación, sino de que también hay división en el resto de España. Mientras el PSOE y Podemos se van alineando con la tesis de que no hubo rebelión, el PP y Cs, que son la otra mitad del Parlamento, no sólo la jalean, sino que acusan a Pedro Sánchez de negociar con los golpistas (olvidando que hoy sólo son presuntos) y de ser prisionero de los presos catalanes. Es más, parecen creer que acabarán derribando a Sánchez acusándole de «claudicar ante los golpistas y forzar a la Abogacía a retirar el cargo de rebelión» (titular de El Mundo de anteayer). Así, la batalla política española de los próximos meses (hasta unas elecciones generales de fecha incierta) puede estar condicionada por el juicio contra los presos catalanes.

Será un macroproceso (más por la conflictividad del asunto que por el número de acusados) y habrá un máximo de crispación, no sólo de una nada despreciable parte de Cataluña frente al Supremo, sino de la derecha española contra la izquierda a la que acusará de complicidad con los que quieren romper España. Con un poco más de seny del Gobierno de la Generalitat, que ignoró las reiteradas advertencias de Mariano Rajoy y del Constitucional, y un mayor sentido de Estado de algunos partidos españoles nos podíamos haber ahorrado el binomio macroproceso y maxicrispación.