Será casualidad, pero tengo la sensación de que, en los últimos años, cada vez que se acerca Halloween, la fiesta de los muertos, resucita el debate de la eutanasia, que ese es su nombre, aunque algunos quieran disfrazarla con un eufemismo tan horripilante como esta celebración importada de los norteamericanos. Porque no entiendo qué puede tener de digno inyectar a alguien lo que sea para acabar con su vida. Es como rendirse, como tirar la toalla, como echar por tierra toda esperanza. Y sí, ya sé que quien llega a desear la muerte es porque le atormenta el sufrimiento y el dolor, pero ¿acaso alguien nos dijo que esto de vivir era un caminito de rosas? Sufrir es tan humano como disfrutar. Y pretender un mundo perfecto, sin dolores ni desgracias, es tan absurdo como vivir en los mundos de Yupi. Todos tenemos fecha de caducidad, como los yogures de la nevera de mi querido amigo Javier, pero al igual que con los lácteos, parece ridículo adelantarla voluntariamente.

Es como si tiráramos a la basura uno de esos yogures antes de que se cumpliera el plazo indicado para poder consumirlo. Y no estoy frivolizando, porque respeto a todas esas personas enfermas crónicas y a quienes dan su vida para cuidarlas. Simplemente, expreso que mi apuesta pasa, como ya he reiterado en varias ocasiones, por la vida, por unos buenos cuidados paliativos que mitiguen, al menos en parte, tanto dolor y, sobre todo, por cuidar a nuestros mayores como se merecen para que su muerte sea digna de verdad y no dar pie a que se utilice su sufrimiento para que algunos desalmados tengan la excusa para quitárselos de en medio, porque les estorban o incomodan. Eso recuerda a otras épocas y otros métodos que ninguno queremos que se repitan. A eso es a lo que debemos tener miedo de verdad y, lo cierto, es que mal camino llevamos, porque los extremismos y los radicalismos empiezan a ganarnos terreno tanto por la derecha como por la izquierda, mientras nos quedamos mirando viéndolas venir y hasta aplaudiendo e incluso apoyando algunas medidas, propuestas y comportamientos propios de la más vil de las dictaduras, por mucho que pretendan esconderlas bajo la alfombra de una democracia en la que unos nos disputamos a otros la razón absoluta. ¿Dialogar, ceder, acordar? ¿Para qué? Si yo soy el presidente del Gobierno. O de la oposición.

Nos entretienen. Lo que da miedo es ver cómo se entretienen y nos entretienen, o más bien nos distraen y nos despistan, con pactos presupuestarios donde le suben los impuestos, supuestamente, a los ricos, que luego nos repercutirán a los pobres. Con sentencias supremas contra los malvados bancos para que sean ellos quienes paguen los impuestos que nos hacían pagar a nosotros, pero que, sea como sea, decidan lo que decidan dentro de unos días, seguiremos pagando nosotros, como ya se ha encargado de aclarar alguna voz maligna y autorizada del sector bancario. Nos hipnotizan con negociaciones y ofertas de autodeterminación, como quien regatea en un mercadillo de ocasiones y rebajas. Nos enfrentan con un debate absurdo entre monarquía y república, como si sendos sistemas no tuvieran sus virtudes y sus defectos, aunque lo que algunos tratan en realidad es de imponernos su dictadura contra nuestra democracia.

Y lo consiguen, porque andamos a la gresca, a la que salta. Enfrentados incluso con amigos de siempre que piensan de otro modo distinto, que se han convertido en contrarios, en opuestos, en incompatibles. Lo juzgamos todo, lo criticamos todo y condenamos todo aquello que no se hace como nosotros pensamos, sin plantearnos si quiera que pueda estar bien hecho.

Hasta la Justicia se ha contagiado de la apisonadora que supone el aluvión mediático y social de juicios paralelos. Y se ve obligada a decir eso de digo donde dije Diego al día siguiente de revolucionar la economía. Porque ya sabemos que para muchos ese es el auténtico dios, don dinero.

Pilar Barreiro. ¿Y qué me dicen del archivo de la causa contra Pilar Barreiro a la que acusaban de querer lavar su imagen con dinero público en la trama Púnica? Lo que dictamina ahora la resolución del Supremo es que con ese mismo dinero público lo que se ha hecho ha sido ensuciarla, porque los procesos judiciales en los que se ha visto envuelta han dado pie a un aluvión de barbaridades de propios y extraños contra la exalcaldesa de Cartagena, que no será ningún angelito, pero que sigue siendo inocente hasta que alguien demuestre lo contrario. ¿Quién lava ahora su imagen? ¿Quién le devuelve los malos ratos? ¿Los de su familia? Lo increíble es que quiera volver al partido que no dio la cara por ella, aunque, digan lo que digan las encuestas, fuera del bipartidismo hace más frío. Y ella lo sabe.

Reprobación. Por aquí, seguimos como durante todo lo que llevamos de mandato, más preocupados por la trifulca en clave electoral que por Cartagena y los cartageneros. Por favor, que alguien me explique cómo se puede reprobar hoy al mismo Gobierno al que, ayer, le aprobaron los presupuestos municipales. ¿Se dan cuenta de que llevamos cuatro años en los que nuestros políticos se desafían continuamente, sin que ninguno se atreva a hincar el codo para echar el pulso? Para ser justos, la ahora alcaldesa, Ana Belén Castejón, le echó arrestos al expulsar a MC del Ejecutivo municipal, aunque la verdad, fue más una autoexpulsion, porque su líder lo estaba pidiendo a gritos. En el PP siguen al acecho, pero sin dar más pasos que la previsible crítica al rival. Mientras, Ciudadanos mantiene las dudas sobre su candidato a la alcaldía, con un Manuel Padín incombustible y omnipresente, al menos en los medios locales. Miedo da pensar en otros cuatro años como estos, de tiras y aflojas, de bronca, de vergüenzas propias y ajenas.

Al menos conseguimos centrarnos en algunas cosas importantes, como la campaña municipal que exhiben los mupis de nuestra ciudad, que nos anima a liberarnos de nuestra jaula de virilidad para lograr una igualdad real, porque así conseguimos que a todos nos guste lo mismo. Voy a contenerme para no parafrasear a Trillo.

Supongo que las decenas de inmigrantes que rescatamos en el mar tienen problemas serios de verdad, porque para perdernos en ridiculeces, marionetas y mandamases de uno y otro lado que ahogan nuestra libertad ya estamos nosotros. Y lo peor es que ni nos damos cuenta. O peor aún, nos da igual y recorremos los pasillos del supermercado y de los chinos en este mundo que nos lleva tan rápido que sus estanterías mezclan las calabazas, las brujas y los fantasmas con los turrones, las las bolitas del árbol y los papas noeles por cientos. De las tradiciones con las que nos criamos, algún nacimiento escaso y alguna zambomba despistada para cantar villancicos. ¡Madre mía, si nuestros muertos levantaran la cabeza!