Profundo es el pozo de la memoria, su fondo ha acumulado además un sedimento fino reunido pacientemente, como la base de un reloj de arena. A veces no vemos el fondo (quizá sea insondable), movemos el agua con la palma de la mano y alcanzamos a tener una visión fugaz antes de que se enturbie de nuevo, pero ni siquiera nos concentramos en aquello que pretendemos buscar pues desvía nuestra atención la imagen que las aguas nos devuelven, tan diferente de la última vez que nos vimos reflejados en ellas.

Es hermoso cuando los primeros recuerdos de lector, el mundo de la fabulación y la experiencia de lo fantástico, se entrelazan con el despertar de la consciencia. Las primitivas imágenes de la memoria se formaron con las viejas navidades de antaño, cuando llegaban uno y hasta dos libros de los venerables clásicos de Bruguera provistos de texto y cómic. Y aunque por esas fechas entraban en casa los caballeros y piratas de Walter Scott o de Robert Louis Stevenson, la mayoría de las veces era el universo de Julio Verne el que marcaba ritualmente, como Jano bifronte, la despedida del año viejo y la salutación del nuevo, llevándome a escenarios de un siglo atrás y anunciando a la vez un mundo futuro travestido, sin embargo, con ropajes decimonónicos.

Un buen día entre los días, imbuido por aquel espíritu de lo desconocido, fui llevado a una habitación olvidada por mis mayores, y allí, rodeado de libros de Bruguera y diccionarios Sopena, ejemplares de la Enciclopedia Álvarez, novelas de Austral y materiales de estudio, encontré un ejemplar de la ya entonces extinta revista fantástica y de misterio Rufus. Y en ella, la historia ilustrada por Mike Kaluta, Humano J-358, que luego supe tomada de Terry Carr y su relato La ciudad del ayer. El movimiento ondulante de eterno retorno que forman las ondas de agua que son mi memoria me ha devuelto en más de una ocasión a las orillas de aquel breve relato extraordinario sobre la memoria y el olvido que transcurre en un mundo distópico y futurista, donde a una parte cada vez mayor de la humanidad se le había confiscado su memoria y arrebatado, consecuentemente, el albedrío. Ese mundo era dirigido por una inteligencia artificial que había asumido el mando supremo frente a enemigos exteriores e interiores. Su propósito final era la unión entre hombre y máquina en una gigantesca criatura colectiva perfecta. Uno de aquellos engranajes orgánicos subordinados a la super-inteligencia que todo lo gobernaba era una persona sin nombre denominada 'Humano J-358' cuyos recuerdos prácticamente habían sido borrados desde el día en que, siendo aún niño, fue reclutado para ser adiestrado como piloto de combate en una guerra cuyo origen había caído en el olvido. En estado de hibernación, durante el relato era puesto de nuevo en servicio para dirigir la destrucción de la ciudad, ahora amotinada, donde (cosa que él ignora) hasta entonces se habían estado custodiando los recuerdos humanos confiscados. Según se le comunica al término de la misión, entre los rebeldes se encontraban sus propios padres. Acto seguido, sin resistencia alguna, se inicia el borrado definitivo del escaso resto de recuerdos, ya innecesarios, de los miembros de la escuadra. Humano J-358 contempla en su mente por última vez las imágenes de las paredes del hogar, los rostros de sus padres, escucha una vez más sus voces y pronto todo concluye con la disolución definitiva de sus recuerdos, como cuando la corteza prefrontal, parietal y temporal medial del cerebro, el lugar donde se almacenan los recuerdos personales, continúan proyectando las últimas imágenes casi cinematográficas de nuestra existencia momentos antes del apagado definitivo de la mente.

A fuerza de presentismo e inmediatez el mundo de nuestros días también ha dejado hundirse la memoria como una piedra lanzada a la corriente. Pero la memoria es sagrada y no nos traicionará si le rendimos el culto que su dignidad merece. El recuerdo debe ser preservado con amor, custodiado con diligencia, evocado con cariño, con festiva y ritual periodicidad. Todavía cuido mis deberes con la diosa y remuevo como un hidromántico las aguas del pozo de la memoria, nunca encuentro mi rostro como la última vez, pero vislumbro el mismo recuerdo fiel, un olor, o el color de un vestido, unas manos que se mueven mientras alguien canta justo antes de que el sedimento del fondo enturbie el agua del recuerdo siguiendo el movimiento circular y eterno de las manecillas del reloj. Esos recuerdos son más valiosos para mí cuanto más profundos se encuentran. La autenticidad de lo que nos hace humanos se condensa en los antiquísimos recuerdos carentes de palabras, primeros y más sencillos: el olor de la tierra después de la lluvia, el paseo por un palmeral que envuelven unas terrazas de cultivo abandonas, las ruinas de viejas alquerías y casas de labranza que la imaginación infantil contempla como un misterioso asentamiento de gigantes cuyos habitantes hubieran abandonado el mundo hace siglos, el color de la ropa de nuestros mayores o el sonido de una voz que nos llama. Recuerdo mi nombre y más aún, recuerdo incluso los otros nombres familiares que me daban mis padres. Todavía no soy, ni seré jamás, J-358.