Imaginemos que el Estado, en un inusitado arrebato liberal, decidiera desregular la llamada ´ordenación académica´. Es decir, permitir que cada colegio e instituto pudiera decidir qué materias se imparten y su asignación horaria. Una desregulación semejante supondría una revolución educativa. Al fin y al cabo, que un centro sea de titularidad pública o privada importa poco si lo que sucede dentro viene férreamente tasado por la legislación. Poco lugar queda para la innovación y experimentación en los temarios y asignaturas si un Real Decreto fija todos los detalles.

Podría suponerse que, en caso de una desregulación tal, se produciría una suerte de estallido creativo en este sentido, tal y como sucede en los demás ámbitos. Ahora bien, sospecho que no sería este el caso. No se produciría tal eclosión imaginativa. ¿Por qué? Hay consenso acerca de lo que un alumno debe estudiar en las primeras etapas educativas.

Hay consenso bastante amplio acerca de qué debe saber un niño o un púber. Deben aprender aritmética, leer y escribir, historia, ciencias naturales€ ya saben. Tal vez haya margen de innovación en las metodologías utilizadas por los docentes, pero en lo que a los temarios respecta, me temo que poco lugar queda para la creatividad sin menoscabar seriamente la formación del pupilo.

Piénsenlo así: ¿llevaría a su hijo a un colegio que le enseña biología e inglés o astrología y homeopatía?

Ha sido el presidente de nuestra comunidad, Fernando López Miras, el primer mandatario autonómico que ha defendido que la ordenación académica debe retornar a manos del Estado central. El presidente murciano apela, básicamente, a la deslealtad institucional de ciertas Comunidades, que perpetran un desvergonzado adoctrinamiento desde las aulas. El argumento de López Miras resulta a estas alturas incontrovertible. El Estado central, se puede replicar, tampoco está libre de la misma tentación; recordemos la controversia en tiempos zapaterianos en torno a la educación para la ciudadanía. Admitamos, no obstante, que resulta improbable que desde el BOE se incurra en los burdos excesos en los que han caído ciertas Comunidades. Muy improbable, desde luego, que se pretenda inculcar la animadversión a España o se desvirtúe de manera notoria su historia.

La pregunta, por tanto, es: ¿aseguraría el Estado central mejor que las autonomías que todos los niños del país estudian lo que hay que estudiar y minimiza el riesgo de aleccionamiento político?

Sospecho que no son pocos quienes coincidirán con el presidente murciano.