Resulta ciertamente intrigante comprobar cómo, casi cada día, aparecen a la esfera pública y mediática noticias y opiniones enfrentadas sobre la Guerra Civil española y el franquismo. Y es que, para muchos, se trata de episodios de nuestra historia que deberían estar ya superados o, en el peor de los casos, arrojados al olvido en aras de una supuesta reconciliación nacional cuya prueba más fehaciente sería la llamada Transición democrática que siguió a la muerte del dictador. Para otros, esa reconciliación no puede producirse ni es imaginable siquiera hasta que no sea restituida la memoria de los vencidos, juzgados los culpables y reparados, en lo posible, los daños y el dolor producido por los vencedores.

Otros, deseamos los menos, sienten una nostalgia más o menos callada por un régimen que enarboló supuestamente los valores de la civilización cristiana, que purgó España de ideas extranjerizantes y perniciosas, asegurando un remanso de paz social fundado en el orden y las tradiciones patrias.

Sería erróneo afirmar que otros países regidos por gobiernos fascistas en el siglo pasado hayan superado ya los traumas y consecuencias que pudieron derivarse de aquellos. Bien al contrario, el fascismo sentó sus bases en percepciones y condicionantes sociales, económicos, laborales, raciales, etc., que parecen siempre agazapados ante la posibilidad de nuevas derivas y reajustes. Con todo, el caso español contiene ciertas idiosincrasias que aparentemente nos condenan a una perenne reflexión sobre nosotros mismos, nuestro pasado y nuestro futuro, sobre el país en el que vivimos y sobre los símbolos destinados a vertebrar el sentimiento nacional.

En este sentido, que el régimen franquista se instaurara sobre las cenizas de una brutal guerra fratricida y la cruenta represión que le sirvió de epílogo, no debe ser interpretado sino como el punto de partida de gran parte de lo que hoy somos como país. Y es que, desde un punto de vista reflexivo y cauto ante posiciones ingenuas, el origen violento del poder no es en absoluto una excepcionalidad histórica. Se trata, bien al contrario, de una regularidad tercamente repetida en la historia de la humanidad que, sin embargo, no puede ser suficiente para explicar la estabilidad de los sistemas políticos.

En efecto, y como cualquier otro régimen, el franquismo tuvo que articular toda una serie de dispositivos que permitieran dotar a sus instituciones de la necesaria legitimidad que hiciera posible su continuidad en el tiempo. Y es que el uso desmedido de la fuerza y la violencia no pueden ser la base, al menos no exclusiva, de ningún orden político. ¿Cómo pudo entonces sostenerse la dictadura durante casi cuarenta años? ¿Cuáles fueron sus mecanismos de legitimación? Y finalmente, ¿cabría buscar en la actuación de esos mismos mecanismos el origen de nuestra difícil relación como país con el franquismo, así como de las innegables carencias de nuestra democracia?

Responder a estas preguntas en un espacio como este se antoja ciertamente complicado, si no imposible. Sin embargo, sí que nos permiten imaginar la importancia de una reflexión crítica sobre nosotros mismos, estadio previo que nos lleve a problematizar las condiciones de nuestra propia existencia como país. Y es que esta es, en mi opinión, la principal labor de la filosofía crítica: a saber, el ejercicio del pensamiento como una ontología de nosotros mismos, una reflexión sobre nuestra actualidad que nos permita comprender quiénes somos, y cómo se establece nuestra relación con los demás y con el mundo que nos circunda. Esta reflexión crítica, que debe ser entendida en cierto modo como una actitud vital, puede concebirse como un ejercicio histórico-práctico sobre el que sostener un trabajo de nosotros mismos y sobre nosotros mismos, en tanto que sujetos libres.

Esta exigencia vital como ciudadanos y como país pasaría por aproximarse, conjugando el trabajo histórico con la reflexión crítica, al funcionamiento de esos mecanismos que el régimen franquista pudo utilizar para construir el suficiente consenso social que permitiera su sostenimiento, enmascarando, cuando no se reclamó de ellos, sus sangrientos orígenes. En este sentido, suponer que el universo simbólico, las imágenes de sí mismos, de los demás y del mundo conformadas por el régimen durante cuarenta años desaparecerían con la muerte del dictador, de la noche a la mañana, resulta intolerantemente ingenuo. La pregunta que se nos impone, en toda su crueldad y crudeza, sería, pues, cuánto del régimen vive en nosotros como ciudadanos y como país. La respuesta, para la cuál se nos exige el ejercicio libre del pensamiento, del ensayo filosófico como ejercicio de sí, se muestra el único camino posible para pensarnos de forma distinta como comunidad política.