La noticia del fin de semana ha sido la manifestación contra el brexit. Cierto que las negociaciones con Bruselas han quedado estancadas y la perspectiva de que se llegue a marzo sin acuerdo inquieta a los ciudadanos razonables de todas partes. El sábado salieron a la calle decenas de miles de ellos, alarmados porque se avecina lo peor. Si Bruselas no se atreve a aceptar las confusas medidas que propone Theresa May para resolver el problema irlandés, es porque no quiere exponerse a un acuerdo que rechace el grupo eurófobo tory, que descabalgue a la primera ministra y deje a Europa humillada. Ante esta posibilidad, Bruselas quiere asegurarse de que May controla la situación. Esta condición es difícil de cumplir. Los movimientos de Boris Johson y sus hombres han ido demasiado lejos y sólo buscan una oportunidad para imponer su línea al partido.

Ellos desean salir de Europa a las bravas. Esa es la lógica del movimiento de Nigel Farage y compañía. Lo que buscan con el brexit es reconstruir el altar de la soberanía británica. En ese altar se podrían suscribir pactos con terceros soberanos, pero no con una federación de Estados. La aspiración de los soberanistas británicos son pactos bilaterales, y para eso han de romper completamente con la UE, para luego ir ganando acuerdos con cada país. Sólo así se desmoronará la Unión, el verdadero objetivo de los aliados de Donald Trump. La Unión se juega su futuro si acepta esta táctica.

La jugada es de dimensiones geopolíticas y sólo se puede plantear desde una excesiva confianza en sí misma de Gran Bretaña. Piensa que, liberada de Europa, compondrá un espacio comercial con la Commonwealth. Sería reconstruir un gran espacio económico con supremacía británica y atraer a él a los países europeos de uno en uno. Este sueño neoimperial de los eurófobos británicos sólo puede triunfar si algún otro gran país europeo sigue a Gran Bretaña. En estas condiciones, lo que suceda con Italia es de una importancia extraordinaria. No conviene olvidar tampoco lo que pueda suceder con Polonia en un futuro inmediato. Mientras tanto, que los veintisiete de la Unión estén unidos es la mejor noticia, pues ese frente común es el motor de la realidad. Sin él, los manifestantes del sábado no tendrían esperanzas.

Mientras este frente común siga en pie, la jugada de los eurófobos británicos se complica. En efecto, a Europa le basta con seguir una estrategia: exigir a May claridad suficiente en el asunto irlandés, con la certeza de que no puede darla sin romper a los conservadores; luego, ofrecer prórrogas para lograr un acuerdo para ganar tiempo y esperar alguna de estas dos cosas: que May controle a su tropa, o que no pueda mantener el Gobierno y deba convocar elecciones. En realidad, creo que todo el mundo asume que, con acuerdo o sin él, habrá elecciones. Con acuerdo, porque el grupo tory se romperá; sin acuerdo, porque May habrá fracasado. Y entonces será vital disponer de más tiempo sin romper el statu quo. Eso daría una oportunidad a los liberales y a los laboristas, que se enfrentarían a una situación sin las coacciones de la irreversibilidad.

Mientras tanto, lo que saben muchos británicos es que del brexit saldrán con menos derechos. Esa conciencia induce a todo ciudadano que pueda demostrar ancestros irlandeses a pedir la doble nacionalidad. Esta es la parte más triste de la historia y en cierto modo se puede resumir así: todos entregarán parte de sus derechos en el altar de la soberanía. Claro, no están los tiempos para entregar la vida, pero después de la vida, lo que más nos conforma son los derechos. Todos perderán, todos perderemos alguno. Y sin embargo, sólo la vida orientada por el derecho nos permite acceder a las formas civilizadas y a un futuro en paz. Destejer los lazos de derecho que se han forjado en Europa sería caminar hacia el estado de naturaleza en las relaciones entre Estados, la base de todo lo bárbaro que hemos visto desde que ese maldito concepto de soberanía echó andar allá por el siglo XIV para aumentar el poder de los reyes.

Que el brexit presente tantas dificultades es una buena noticia, porque muestra la resistencia de nuestro mundo a una regresión. Por supuesto, la lección es especialmente importante para nosotros. Porque si con todo el poder de su City, de su potencia militar, de su tradición imperial y de su vieja hegemonía mundial, Gran Bretaña no está en condiciones de romper los lazos de derecho con la federación europea, cabe preguntarse cómo de difícil lo tendrán los independentistas catalanes para abandonar la estatalidad española de forma unilateral. Por su parte, jamás se debió llevar la desobediencia civil hasta el extremo de amenazar con romper el derecho. Porque el derecho no se quiebra cuando se dice que se ha quebrado, sino cuando se tiene poder para hacerlo. Confundir la desobediencia civil (que es una forma legítima de operar en un contexto democrático) con la producción unilateral de derecho (que es algo completamente iluso) está en la base de todas las confusiones del procés.

Y esta es la fuente del callejón sin salida en el que estamos. Y me temo, con todo sentido, que las negociaciones de Iglesias, por bien intencionadas que sean, no podrán disolver el nudo gordiano. Sólo una clarificación conceptual puede iluminar este galimatías, y desde luego no se ve a Quim Torra con la capacidad de precisión para hacerlo. Sin embargo, cualquier observador puede descubrir que Oriol Junqueras ha operado con una lógica honorable y Pedro Sánchez haría bien en reconocerlo a pesar de las bravatas de Pablo Casado. Junqueras ha asumido la desobediencia civil, se ha mostrado dispuesto a pagar por ello y no ha puesto en peligro el derecho, obedeciendo en el ámbito penal la ley que no reconocía en el ámbito político. Se tenga la opinión que se tenga del gesto de Carles Puigdemont, no se puede hablar de él con el mismo respeto.

Por supuesto, si Junqueras reconoce que ha estado instalado en la desobediencia civil, también abandona la disparatada idea, que Torra repite, de haber producido derecho con ella. De dos cosas, una: o bien desobediencia civil, o bien pretensión de producir de nuevo derecho. Si se diera un reconocimiento de todos los presos políticos en este sentido, ello debería posibilitar un pacto con la fiscalía que calificara los hechos en esta dirección. De ese modo sería más fácil pedir que la prisión preventiva cesase, ante el compromiso de los presos de que no reincidirán en la desobediencia. Estamos cansados de ver acuerdos y pactos en sede fiscal y no veo por qué en esta ocasión no debería ser posible. Finalmente, la justicia no tiene otra finalidad que el mantenimiento íntegro del derecho y trabajar en esta línea no lo quiebra.

Luego quedaría el trabajo político de eliminar los motivos de la desobediencia civil. Con su sobriedad, Ximo Puig declara que es hora de que el Gobierno sea audaz. Y cita a Adolfo Suárez y la transición. La situación es más complicada ahora porque tiene que darse la cooperación de dos poderes del Estado desde la independencia recíproca. Pero como decía Kant, la salud pública debe regir la cooperación de poderes. Y la salud pública reclama salir de este callejón sin salida. El poder judicial ha de tener una razón autónoma para que el fiscal asuma otra figura penal. Y esa podría ser que los presos aceptaran que cometieron desobediencia civil, pero que no pretendieron producir derecho. De otro modo, tendríamos de nuevo la situación de que ese pretendido nuevo derecho privaba de derechos a millones de ciudadanos catalanes y españoles.

En ese caso, el 1-O nunca podría ser un acto democrático de desobediencia civil, lo que fue para muchos.