No hay frase ni más cínica ni más cierta que la atribuida a Joseph Stalin: «Una muerte es una tragedia, un millón de muertes es una estadística». Lo dijera o no realmente el carnicero de Georgia, el caso es que él mismo convirtió la muerte de millones de personas, por hambre o trabajos forzosos en el Gulag, en una práctica habitual que llevó a auténticos niveles de virtuosismo. Por cierto, a pesar de ello, y de los procesos públicos de desestanilización que le siguieron tras su muerte, todavía hay millones de rusos, empezando por Putin, que no ocultan su admiración y hasta adoración por el siniestro personaje, antiguo seminarista, por cierto.

Y es que a la gente le impresionan poco las masacres. Es como cuando se habla de las distancias entre planetas, galaxias y estrellas o de los tiempos en términos geológicos o cósmicos. Nuestro cerebro renuncia a hacerse cargo de la comprensión de dimensiones que superan ampliamente nuestra capacidad de procesamiento. Las muertes, para que nos impresionen, deben ser de una en una, o como mucho dos o tres al mismo tiempo. Si son más, como las de un asesino en serie, por ejemplo, la cosa empieza a perder dramatismo y, por tanto, interés. ¿Qué más da ya si alguien ha matado a veinte que mate a treinta? Para todo hay un límite, incluso para la capacidad de conmoverse por la tragedia ajena.

También importa mucho para nuestro cerebro que haya un testimonio gráfico de la tragedia y, sobre todo y fundamental, que haya un relato con planteamiento, nudo y desenlace. Demostraciones de este principio no faltan El cine comercial de grandes producciones acababa de inventarse prácticamente cuando estalló la Gran Guerra en 1914. Así que los distintos noticiarios cinematográficos, única fuente de información visual en una era en la que la televisión estaba por llegar, enviaron a sus aguerridos cámaras a filmar las trincheras, el cuerpo a cuerpo entre soldados enemigos y las grandes batallas de ambiente épico, relatadas tan gráficamente por los corresponsales de la época. El resultado final de aquellas primeras experiencias cinematográficas fue muy decepcionante. Esas películas de planos generales de campos desolados en los que de vez en cuando aparecían en la lejanía una o varias figuras apenas indistinguibles del entorno no se parecían en nada a la imagen y las sensaciones que transmitía vívidamente hasta la película bélica de más bajo presupuesto. Si aquello era la guerra de verdad, entonces la guerra era un espectáculo sumamente aburrido y estéticamente pobre.

Las autoridades de propaganda británicas decidieron que aquellas imágenes no servirían en absoluto para enardecer los ánimos del pueblo soberano en apoyo de sus sufridos soldados y oficiales, y mucho menos motivarían a los jóvenes a alistarse voluntariamente en defensa de su patria. Así que decidieron acudir al que sí sabía cómo contar la guerra y la violencia, nada menos que el gran David Griffith, director de clásicos grandiosos y obras maestras como El nacimiento de una nación o Intolerancia.

Así que, cuando vemos imágenes impactantes de la Primera Guerra Mundial es muy posible que no estemos contemplando otra cosa que la reconstrucción guionizada, o directamente imaginada, por el maestro de la espectacularidad visual cinematográfica personalizada.

En una película más que recomendable titulada Cortina de humo, Robert de Niro en calidad de productor contratado para crear una guerra inexistente con la que distraer al público norteamericano de los escarceos sexuales de un presidente apenas distinguible del presidente real Bill Clinton, decide que lo más adecuado para enviar a los noticiarios televisivos son las imágenes de una pastorcilla perseguida entre cráteres causados por las bombas por unos energúmenos con aviesas y evidentes intenciones. El relato concreto y dramático, y unos personajes arquetípicos y reconocibles, son los que emocionan de verdad. Nada de grandes movimientos de tropas. Algo que la gente entienda y reconozca e identifique con sus propios familiares y vecinos.

Lo del tsunami de 2004, que se llevó para adelante a más de medio millón de personas, fue dramático. Pero cuando la gente sufrió de verdad por la tragedia fue cuando nuestro magnífico Juan Antonio Bayona lanzó a las pantallas y puso delante de nuestros ojos los padecimientos y gozos posteriores de una familia española protagonista de una historia de dolor, pérdida y reencuentro en medio de esa tragedia. La película se titula Lo imposible y transmite una emoción que las propias noticias del tsunami y su medio millón de muertos nunca consiguió. Otro nuevo ejemplo en que el relato concreto, dramatizado y visual supera a la realidad en su capacidad de transmitir emociones.

Este juego de espejos que es la mente humana es el que le ha jugado una muy mala pasada al príncipe saudí Mohamed Bin Salman. Casi todo el mundo ha olvidad ya la muerte de más de cuarenta escolares en un autobús que fue alcanzado por un misil saudí en Yemen. Pero la gente tardará mucho tiempo en olvidar la historia sobrecogedora de un periodista torturado, asesinado y descuartizado a manos de un escuadrón de la muerte enviado por el príncipe saudí, presunto ´modernizador´ del reino hermético. No tardaremos en ver la escena del carnicero con los auriculares puestos mientras corta con una sierra mecánica los miembros del desgraciado Kashoggi. ¿O ya lo hemos visto en alguna serie de Netflix?