También el sol brilla los días de catástrofe y pueden seguir siendo bellas las jornadas en las que manos crueles siegan una vida inocente. Durante la Segunda Guerra Mundial Hélène Berr escribió un diario sobre la ocupación alemana en París. Esta joven francesa, sensible y culta, que se estaba preparando para la vida académica y el estudio de la literatura en lengua inglesa, vio cómo la guerra truncó todas sus aspiraciones. La política racial del Reich la relegó al estatus legal de infrahumana por su condición judía, poniendo fin a cualquier elemento de normalidad y convencionalidad en su existencia.

Forzada a llevar una vida precaria y siempre bajo amenaza, se integró en una red clandestina para poner a salvo a huérfanos cuyos padres habían caído víctimas de la represión y siguió finalmente el mismo camino hacia la muerte que en aquellos años tuvieron que recorrer otros muchos millones de víctimas del holocausto. Propósito inicial de sus anotaciones era algo tan simple como grave: reunir materiales con los contribuir al estudio de la persecución antijudía en Francia, lo que en un lenguaje más teológico y espiritual se denominaría ´dar testimonio´. Aquello que inicialmente iban a ser los elementos con los que construir una crónica se convirtió en un doble testimonio de dolor y sufrimiento, el personal y el colectivo; tanto el de un pueblo inocente condenado contra todo derecho, nuevamente sometido a las duras pruebas de la Historia, como el de una persona buena castigada injustamente. El manuscrito quedó en poder de la familia y solo se publicó en 2008. No ha perdido, desde que fue escrito, un átomo de su valor el dramático testimonio de hechos tan oscuros acaecidos en una de las emblemáticas capitales de aquella Europa culta y cosmopolita del mundo de ayer, mundo que se diría hoy tan lejano de nosotros como lo están las antiguas civilizaciones de Grecia y Roma, no así la vorágine que le puso fin, siempre cercana, siempre renovada.

La catástrofe, para Hélène Berr, no llegó en medio de una tormenta apocalíptica de fuego y azufre. Tras la derrota francesa los días se sucedieron con pasmosa similitud uno tras otro. Las jornadas seguían siendo bellas y siempre era posible la conversación tranquila con un amigo en los Jardines de Luxemburgo imaginando cómo sería la vida después de lo que parecía una indiscutible victoria alemana. En esos momentos iniciales, y para asombro de la joven autora del diario, la mayoría aún contemplaba el futuro con esperanza porque la exclusión, la represión, las leyes raciales solo afectaban a grupos marginales de la población, a colectivos que incluso en épocas de paz se miraban con cierta distancia, por no decir prevención y hostilidad.

Antes de la gran tormenta llegaban, sin embargo, pequeñas señales, pequeñas disonancias que iban a desembocar progresivamente en una estridencia mayor. Y así, aunque las mañanas seguían siendo bellas, «como las de Paul Valery», se promulgan las primeras órdenes de portar la estrella amarilla. La existencia bajo amenaza confería realidad y veracidad a la vida de quien padecía la persecución mientras los antiguos vecinos callaban, ignoraban el dolor ajeno y atribuían a las víctimas una responsabilidad en los males que padecían. Más descorazonador resultaba para Hélène Berr el silencio de la Iglesia o la colaboración de la gendarmería francesa con la excusa de la obediencia debida en la detención de familias enteras o incluso (en una apoteosis del absurdo) de niños y bebés judíos que habían quedado solos en hospitales u hospicios.

Aislada bajo el peso de la opresión, comprendía que la solución militar por sí misma no era suficiente y no pensaba tanto en vencer como en convencer, en combatir la mística imperialista, la fe idolátrica en el nacionalismo, la infame exaltación de la superioridad racial y comprendía, con la clarividencia que daba el dolor, que entonces se estaban pagando las consecuencias de no haber solucionado los desafíos de 1918. Sorprendida por la incredulidad e indiferencia que en muchos de sus conciudadanos provocaban las noticias de deportaciones y detenciones llevadas a cabo por la gendarmería francesa, sabía que ´el regreso al gueto´, con la restauración de los valores esenciales del judaísmo, no podía ser tampoco la solución a la catástrofe, pues no dejaba de ser un camino semejante hacia el nacionalismo y la religión exclusivista. Para superar la catástrofe había que extirpar la fe en la fuerza bruta, en la estética nacionalista y la poderosa atracción del militarismo; había que anular el relato épico nacional que había aniquilado el sentido crítico y el libre albedrío de la juventud alemana y estaban haciendo lo mismo en los países satélites del Reich.

También en Francia, donde tan grande era el cisma

del alma, que resultaba posible (como recuerda la autora) que un joven compatriota sirviera con las tropas del Eje exhibiendo en el mismo uniforme tanto la Cruz de Guerra francesa como la Cruz de Hierro alemana. Hacia el final del diario comprende que probablemente no iba a sobrevivir. Sus últimas líneas, antes de la detención que la condujo a la muerte, eran una cita de Macbeth: «Horror, horror, horror», casi un epitafio sobre la tumba de quien ya había confesado envidiar la suerte de los muertos. Siempre habrá tormentas y tempestades en que los gritos atronadores de las matanzas o del odio y la exclusión sean precedidos por el fulgor de un relámpago emitido por el destello de un arma. Este diario rinde tanto tributo al pasado como previene y advierte ante el futuro.