Cordelia Fine es psicóloga, feminista, neurocientífica cognitiva, eficaz desmontadora de mitos, y una escritora divertida y profunda, dos características difíciles de unir en la misma persona. Hoy vamos a hablarles de su último libro, Testosterona Rex. Mitos sobre sexo, ciencia y sociedad (Paidós, Barcelona 2018), que acaba de ser editado en nuestro país y que fue premiado por la Royal Society de Londres en 2017 como mejor libro de divulgación científica.

Lo primero que queremos subrayar de este ensayo es su sentido del humor, su facilidad para hacernos soltar la carcajada cada pocas páginas. Ese humor inteligente y agudísimo que también cultiva en sus ensayos el crítico inglés Terry Eagleton, en este caso en el campo literario y de la cultura. Un sentido del humor que debe venirle a Fine de familia, como bien refleja esta jugosa anécdota: cuando la autora le cuenta a su madre que sale con un chico que tiene un Maserati, la madre, ni corta ni perezosa, le responde: «¡Un Maserati, qué sofisticado! ¿Y tiene muchas novias?». El Maserati, como la cola del pavo real, es identificado sin la menor duda por la madre como un atributo de seducción.

Jugando con Tiranosaurio Rex, el rey del Cretácico, Testosterona Rex es el nombre que la autora ha inventado para las teorías que basan las diferencias entre hombres y mujeres exclusivamente en la biología; unas teorías tan obsoletas y cretácicas como el famoso dinosaurio que popularizó Spielberg. El primer teórico que lo hizo fue Bateman, que inspiró su teoría sobre la selección sexual en la de la selección natural de Darwin; a partir de él se levantó un edificio conceptual donde la testosterona no solo era la responsable de las transformaciones físicas que darían cuenta del evidente dimorfismo sexual humano (hombre, mujer; en realidad hay hasta seis sexos distintos, en sentido estricto, pero el patriarcado invisibilizó los otros cuatro), sino también de las transformaciones cerebrales que explicarían todas las diferencias entre unos y otros. Es sobre esta importancia excesiva otorgada a las hormonas contra la que escribe Fine, contraponiendo experimentos clásicos a otros más contemporáneos, analizando los sesgos de los primeros, combatiendo mitos como que la promiscuidad es mayor en los hombres que en las mujeres, porque el éxito reproductivo de los machos aumenta con la proliferación de parejas sexuales, cosa que no ocurriría con las hembras, que al invertir más en las tareas reproductivas han de esperar a que el mejor macho posible las insemine. ¿Verdad que hemos escuchado muchas veces estos argumentos?

Pues no es así, «ahora ya está claro que la promiscuidad femenina abunda en el reino animal», afirma la autora, como lo está que los hombres monógamos tienen muchas más posibilidades de reproducirse que los promiscuos. La demostración, llena de cifras, de lógica y de experimentos, es tan divertida como concluyente. No puedo dejar de sintetizas aquí unas notas. Aunque según los teóricos de la Testosterona Rex, un hombre tiene el potencial de producir diez veces más niños al año que una mujer (en lo que se conoce como condiciones 'óptimas' de reproducción, una mujer podría tener unos quince hijos en su vida, el hombre ciento cincuenta), la verdadera probabilidad de que un hombre produzca un centenar de niños en condiciones reales (es decir, en la vida tal y como la conocemos, incluidos los encuentros ocasionales de Tinder), es menor que la de que muera aplastado por un meteorito, asegura con humor Fine. Menudo chasco para los amantes de las explicaciones testosterónicas.

Por otra parte, según distintos estudios, las condiciones medioambientales ejercen una función muy importante en las diferencias entre los sexos, e interactúan en el cerebro de maneras complejas y no uniformes. Ni los hombres son de Marte ni las mujeres de Venus, vaya, tesis que pertenece a ese imaginario biologicista que atribuye a las hormonas unas diferencias que son más culturales que otra cosa; tesis cuyo triunfo, sospechamos, ¿quién no oyó hablar de esa feliz disyuntiva Marte/Venus? se debió a su afinidad con los más arraigados prejuicios patriarcales.

Ferviente defensora de una sociedad igualitaria, Fine insiste en la educación y en la socialización en los roles de género como la causa que más influye y determina las diferencias entre los géneros que la vieja teoría de la testosterona atribuía a una 'esencia' hormonal. Lo hace sin menospreciar la importancia que la biología tiene en el desarrollo del ser humano, pero apuntando también hacia los límites de lo biológico.

Si el cerebro se moldea de forma compleja y desigual a partir de la educación, podemos ser optimistas respecto a los cambios futuros, ya que un mayor esfuerzo hacia una formación más igualitaria nos conducirá antes o después a una sociedad más equitativa, en términos de género y de otras importantes variables.

Para ello tenemos que seguir combatiendo a Testosterona Rex y a sus fieles defensores, anclados en un esencialismo que la ciencia no comparte; en un inmovilismo que las feministas, como nosotras, como Cordelia Fine, estamos dispuestas a combatir.