Un siglo después de la Primera Gran Guerra, el espectro del nacionalismo vuelve a recorrer el mundo. Cuando lo creíamos muerto y criando malvas desde que, tras la Segunda Guerra Mundial, el mundo pareció haber aprendido algunas lecciones y empezó a caminar con paso firme hacia un multilateralismo que, supuestamente, la globalización de la economía y la interconexión en redes sociales prometían hacer irreversible.

Ya estamos asistiendo a las nefastas consecuencias que mirarse el ombligo acarrea. Ante el flagrante asesinato de un periodista por orden del Príncipe gobernante de Arabia Saudí, en sede diplomática de este país en la capital de Turquía, Donald Trump responde a los periodistas que le preguntan: «¿Y eso en qué nos afecta?». No hay mejor forma de expresar que el orden mundial basado en reglas y valores que los anteriores presidentes norteamericanos desde Roosevelt impulsaron para hacer este planeta más habitable y el juego de casi doscientas naciones soberanas con intereses diversos más llevadero, se está yendo al carajo por obra y gracia del America First.

La vuelta al nacionalismo, los intereses irreconciliables, las tarifas arancelarias, el aumento de barreras de todo tipo, y la implantación de la ley del más fuerte a todos los niveles, ya está teniendo consecuencias en la disminución del crecimiento global, pero eso no deja de ser lo de menos. Cuando se contempla el mundo desde los propios intereses egoístas de cada país, el resultado no es ni solo el retroceso económico para todos, sino el aumento de la temperatura emocional global y de las posibilidades de enfrentamiento bélico. Empezando por esa parte del mundo que desde hace décadas es la zona cero de los odios tribales y el enfrentamiento sin cuartel: Oriente Medio. La vía libre al nacionalismo salvaje impulsó a los saudíes a la guerra contra Irán con el interpuesto de Yemen, bombardeando y asesinando civiles con las armas que les vendemos los occidentales, también España, mal que le pese a la ministra Robles. Y, aunque ahora se les haya ido la mano con la tortura y asesinato del disidente y columnista del Washintong Post Jamal Ahmad Khashoggi, volverán a las andadas en cuanto la opinión pública mundial se olvide de este asunto y mire hacia otra parte.

Ese espectro del nacionalismo tiene múltiples y variadas encarnaciones, tanto en España como en Europa y fuera de ella. Incluso tiene sus teóricos e impulsores, como Steve Bannon, llegado a nuestros lares continentales para impulsar la victoria en las elecciones europeas de todo movimiento de extrema derecha nacionalista que se precie, desde Marine Le Pen hasta los neonazis alemanes, incluyendo para pasmo general a los radicales conservadores británicos que precipitaron ese terrible error de la irracionalidad nacionalista que es el Brexit.

El último en llegar al corralito de nacionalistas de vena autoritaria será probablemente el brasileño Bolsonaro, como nuevo presidente del país. Ni este antiguo militar, partidario de la dictadura, podía haber llegado tan alto, ni el país de las grandes expectativas tan querido por Stefan Zweig podía haber llegado tan bajo.

Lo sorprendente de este discurso nacionalista es que dicen entenderse entre ellos mismos, y promover su causa en otros países y culturas, como si se tratara de una ideología global centrada en la solución de los problemas comunes. El nacionalismo, como dijo Miterrand y recordó Juncker recientemente, es la guerra, la misma guerra que acabará enfrentando a los que ahora se abrazan en aras de una supuesta visión compartida. El nacionalismo no es otra cosa que una versión actualizada del odio tribal, y el odio solo siembra odio, y más pronto que tarde veremos saltar la chispa entre aquellos que lo defienden y comparten como estrategia supuestamente universal y redentora. Donald Trump, el máximo exponente de este nuevo nacionalismo, estableció en su discurso en la ONU una supuesta oposición entre globalización y patriotismo, como si ambas cosas no fueran perfectamente compatibles y complementarias.

La lista de países seducidos por el nacionalismo excluyente es cada vez más larga. Pero todo lo que hemos visto hasta ahora será una nadería si asistiéramos al despertar del mayor reservorio latente de nacionalismo que existe en la Humanidad, el chino. Aunque no nos lo parezca a veces, las autoridades políticas chinas hacen enormes y continuos esfuerzos por mantener el monstruoso sentimiento de sus ciudadanos bajo control, al mismo tiempo que lo excitan cuando conviene a sus intereses. No podemos ni imaginarnos lo que pasaría si alguno de los puntos calientes donde rozan China y sus vecinos (Japón especialmente), se calentara y condujeran a un estallido bélico. Conflictos potenciales no faltan: la batalla por el control del Mar de China, la aspiración a la independencia de Taiwan, la represión a la minoría uigur, el Tibet, la península coreana dividida, los roces con India?

Esperemos que el furor nacionalista que nos invade se calme pronto, aunque su desaparición completa sería lo mejor para todos. Al fin y al cabo, los seres humanos compartimos el 60% del ADN con los plátanos, y casi el 100% con los chimpancés. ¿De donde sacamos tanta furia para odiar a aquellos que son una copia prácticamente idéntica de nosotros mismos y de los que solo nos separan fronteras imaginarias?