Cuando yo era pequeña, algún domingo que otro, mi padre se acercaba a un carril de bolos que había cerca de casa de mis abuelos. Se iba tan tranquilo y normalmente volvía al rato. Mi madre le preguntaba que porqué tardaba tan poco en volver y él siempre decía que no le gustaba porque allí decían muchas 'palabras'. Han pasado muchos años y ella sigue llamando a los insultos, las blasfemias y los tacos, palabras', es más, cuando nos pasamos en alguna discusión nos dice que no le gusta que digamos palabras. Será por eso que no paro de hablar y de contar cosas, por hacerle la contra.

Esta historieta me ha venido a la memoria cuando he escucaho a un alcalde decirle imbécil (entre otras lindezas) a un director general, cuando un diputado ha llamado 'palmera' (supongo que no de árbol sino de las que tocan las palmas en un grupo flamenco) a una diputada que luego le espeta un 'imbécil', y cuando un juez ha llamado 'hija de puta' a una mujer denunciante.

Lo normal y lo habitualmente tolerable por nuestra sociedad es escuchar en un juego de bolos de un carril de la huerta a unos hombres diciendo 'me cago en el copón bendito' y cosas de superior calibre. Pero no debería ser normal que el lenguaje en las instituciones sea el mismo que el de una taberna, pero de una taberna cuando los parroquianos ya llevan unos cuantos tientos.

En 1559, en Valladolid se organizó un fastuoso Auto de Fe presidido por Felipe II (recordemos en este punto El Hereje, de Delibes). En la documentación histórica encontramos perfectamente descrito el boato que aquel acto de 'reprimenda' oficial llevó consigo y gracias a eso conocemos los distintos castigos a los que fueron sometidos los condenados y condenadas, según el tipo de delito cometido. En esos años del siglo XVI, los delitos más graves y, por tanto, los que suponían pena de muerte, casi siempre en la hoguera, eran los que tenían que ver con motivos de religión. Luteranos, judaizantes y moriscos fueron los peor parados. En la descripción del boato de aquellos espectáculos de masas se indica como iban vestidos, qué tipo de 'sambenito' correspondía a cada condenado o condenada y cuál iba a ser su tormento.

Pasado el tiempo, ya en el siglo XVII, la cosa parece que se fue relajando y aparecieron delitos de menos gravedad para la Inquisición, como eran los de blasfemia, fornicación, proposiciones deshonestas, bigamia, etc., pero que también conllevaban un castigo aunque fuese una multa o rezar diez padrenuestros y cuarenta avemarías, por ejemplo.

Según la RAE, blasfemia, es una palabra o expresión injuriosa contra alguien o algo sagrado. La cuestión sería definir cual es la cosa o la persona sagrada. ¿Es sagrada la Constitución o la Virgen del Carmen o las dos? ¿Es sagrado un alcalde, un presidente de Gobierno o un obispo o San José?. ¿O ya no hay nada sagrado? Tendremos que consensuar y decidir a quién podemos mandar al carajo y si se nos impone una pena por blasfemar en el bar, en el trabajo, en reuniones amistosas o simplemente cuando te das un golpe con una puerta en el codo o en le dedo gordo del pie.

La historia local, que tiene ejemplos para todo, nos recuerda que en agosto de 1478 el Concejo de Murcia condenó a un tal Alfonso Cascales a no acercarse al convento de Santa Clara so pena de destierro de la ciudad durante dos meses, porque al parecer, cuando pasaba por allí decía 'palabras injuriosas' sobre las monjas. Seguramente después de pasar por la taberna...

En 1410 la justicia murciana realiza una investigación sobre el suceso ocurrido en San Antolín en septiembre de ese año, sobre unas mujeres que habían «dicho e dizen muchas feas palabras contra el infante don Fernando, que Dios mantenga, diziendo contra el que lo degollarían en Antequera e que dizen que torne a Antequera e diciendo contra el muchas cosas e palabras feas». En este caso la investigación que se encarga va en dos sentidos, primero identificar a las mujeres blasfemas y rebeldes y por otro cuáles fueron las palabras que se dijeron contra Fernando de Antequera para adecuar la pena.

Parece que también en aquellos tiempos medievales desear públicamente la muerte de un rey o blasfemar contra algún símbolo de la comunidad tanto civil como religiosa era motivo para que la justicia actuase. Nada nuevo.