Cuando era pequeña, iba en Alicante a un colegio fantástico. Recuerdo lo grandísimo que era. Inmenso. Cada etapa tenía sus pabellones, con instalaciones y recreo, separado de los demás niveles. En segundo de EGB, que nos sentíamos ya mayores, nos atrevíamos a coger unas hierbas largas verdes que llamábamos agritos, y que salían a través de la malla metálica del campo de fútbol. Todavía me acuerdo del sabor a limón que tenían, amargo y dulce al mismo tiempo. Los días de lluvia que no podíamos salir al recreo, y en ocasiones especiales, había cine en el salón de actos, donde había un escenario, pantalla de cine, y butacas abatibles, que ya quisieran, hoy día, muchos colegios. Recuerdo la protesta general del público al abrirse las cortinas que cubrían la pantalla, y empezar Chitty Chitty Bang Bang o La bruja novata, porque eran las únicas que ponían, una y otra vez, año tras año. Creo que alguna vez pusieron El mundo está loco, loco, loco, pero salvo esas dos o tres, el repertorio se acababa ahí.

¡Son tan felices, y tan bonitos, los recuerdos que tengo de aquel colegio!

Con todo, sin embargo, lo mejor de aquel cole era el concepto 'visionario' que tenían de la educación. Vaya con aquellas monjas. Uno de los profesores que tuve era un chico joven que lo mismo ideaba una competición de preguntas y respuestas por equipos, que repartía entre todos tarjetas con frases motivadoras, que nos enseñábamos unos a otros, a ver qué ponía. En la mía decía: «¡El mundo es tuyo. Ánimo!». Aún la guardo. Cuando la veo, recuerdo el reparto, en la pista de voleibol, un día de carnavales.

Entre las innovaciones que tenía aquel colegio había una, realmente integradora y novedosa: el año que nos preparábamos para la Primera Comunión venían a nuestra clase, a recibir con nosotros catequesis, los niños de un colegio para niños ciegos. La primera vez que vinieron, estábamos todos mudos; al terminar el experimento, no sabría decir quién se había integrado con quién: fue un descubrimiento para nosotros, niños 'normales', ver otros niños que, por lo demás (y una vez que no 'veías' sus bastones, o sus ojos de color blanco azulado), eran tan normales como nosotros. Recuerdo cómo me quedaba mirando aquel colegio, desde la ventanilla del autobús, en el camino de vuelta a casa. En la verja decía ONCE y otras cosas que, aun siendo yo pequeña, significaban que era un colegio especial para niños ciegos.

Qué buen invento es la educación integradora. Sin embargo, ¿quién puede dudar de la necesidad educativa especial de aquellos niños ciegos? Y si es así con niños ciegos, imagínate con niños con trastorno del espectro autista, con retardo mental, con parálisis cerebral severa? ¿Pueden esos niños compartir aula con niños normales? Me hago la pregunta después de que mi amiga Teresa me pase un enlace, en el que se pide conservar la educación especial, ya que se pretende abolirla, y que todos se integren en la educación ordinaria. Si, hija mía, hay por ahí alguna cabeza pensante que dice que ese tipo de enseñanza especial es discriminatoria. Como diría mi abuela, «¡estamos arreglaos!». Por lo visto han venido unos señores listísimos que han concluido que con esa educación les convertimos en seres de segunda clase. Claro, que dudo que alguno de esos tipos tenga un hijo con necesidades educativas especiales. Yo me los imagino afeitándose, o maquillándose, según el caso, pensando semejante parida, diciendo para sí lo que decía mi otra abuela, cuando hacía torrijas: «¡Qué bien me salen!». La diferencia es que las torrijas de mi abuela, si no las querías no las probabas (eso que te perdías), y esta gente quiere imponer por la fuerza una sola educación para todos. Vaya vuelta al pasado. No sé con certeza a qué agrupación o partido pertenece la iniciativa, aunque si me pongo a pensar, seguro que podemos averiguarlo. Yo diría, como decía el sabio, que lo justo es dar a cada uno lo suyo. Pero claro, ¿cómo le vamos a hacer ver eso a quien confunde a Aristóteles con Ulpiano, siendo ministra de Educación?