Veo en este diario que CC OO y STERM lamentan que la consejería vaya a pagar alrededor de un millón de euros a una empresa privada a fin de certificar el nivel de Inglés de los alumnos de Primero de ESO bilingüe. Podemos lo ha denunciado en la Asamblea Regional.

Claro que al lado de los millones entregados a centros concertados privados por la impartición de enseñanzas no obligatorias, los del chanchullo desalador de Escombreras o los de ese aeropuerto aún sin aviones, este gasto parece casi un pecado benial. Aunque tiene su aquel.

Para empezar, se trata de alumnos de centros públicos, con profesores de la especialidad. ¿Qué más certificación oficial precisan que la de haber superado su curso de ESO en la modalidad bilingüe? ¿Cómo puede ser más valiosa la evaluación de alguien a sueldo de un negocio lingüístico privado que la de su propio profesor, a la sazón, funcionario público por la especialidad de inglés o francés? Y más si la misma lleva el marchamo de una consejería de Educación que, amén de tener en plantilla a miles de profesores de idioma en todos los niveles educativos, cuenta con una institución, la Escuela Oficial de Idiomas, especializada precisamente en la docencia y certificación de lenguas.

Es un gasto tan innecesario como la propia certificación. ¿Qué necesidad tienen los niños de 12 años de un certificado de idioma antes de acabar su enseñanza obligatoria? Lo sensato es que lo hagan al final de la misma y opten así por una certificación de nivel superior. De hecho, los profesores de EOI hemos evaluado y certificado B1 durante el mes de septiembre a cientos de alumnos que han finalizado su ESO bilingüe en centros de toda la Región.

Y más sensato aún sería que quienes vayan a cursar Bachillerato esperaran al final de su periplo educativo, alcanzado entonces su mejor nivel de idioma.

En realidad el certificado no lo necesitan los alumnos, sino la imagen de una consejería a la que pareciera que solo importa que los estudiantes murcianos exhiban su inglés.

Lo que realmente habría que evaluar es lo que está pasando con el aprendizaje en otro idioma de materias de por sí complejas.

Es obvio que tras pasar años en aulas bilingües, los alumnos murcianos hablan hoy mejor inglés que en el pasado. Faltaría más. Si se invierte durante años y años en adecentar solo la calle Mayor del pueblo, no es de extrañar que hoy nos quede resultona. La pregunta es a qué coste. ¿Al de una selección interesada de alumnos y profesores que condena a quienes no gozan del ansiado sello de calidad bilingüe al triste pozo del monolingüismo? ¿Al de unas materias troncales mermadas en sus exigencias y contenidos, pues resulta más relevante decir feldespato en inglés que resolver un sistema de cuaciones?

Lo cierto es que para ese viaje no se precisaban sofisticadas alforjas. Ofertando clases lectivas opcionales en idioma, habríamos llegado al mismo punto. Eso sí, con menos gasto y sin condicionar el aprendizaje del resto de materias.

Lo cierto es que en tiempos de recortes, de gran incertidumbre social y laboral, la cosa de los idiomas se ha convertido en un socorrido placebo, un escaparate para responsables políticos y, ante todo, un gran negocio. Máxime si cobras una pasta, no ya por enseñar el idioma, sino simplemente por certificar un nivel. Y ya, si esa certificación la divides en múltiples cachicos (niveles) y convences a la gente de la importancia de pasar por caja en cada escalón, hagan cuentas. Y si encima la Administración avala esa obsesión certificadora. Y si además pagas con dinero público al chiringuito privado de turno por la expedición masiva de certificaciones tan inoportunas como inútiles, el negocio es espectacular.

En el pasado, las entidades certificadoras internacionales privadas ofrecían un par de certificados a lo sumo. También las escuelas oficiales de idiomas ofertábamos solo dos. Pronto se percataron de los pingües beneficios del negocio y aumentaron por arriba o por abajo los niveles a certificar. Expandieron urbi et orbe la crucial necesidad de atesorarlos todos. Nadie apuntaba lo obvio; que cuenta solo una: la última; que para tal prueba, no se precisa haber pasado por las de niveles iniciales. Y que con la certificación de tan solo una institución reconocida, basta.

Pero no, se permitió que el insaciable virus certificador se cebara en las economías familiares. ¿Quién iba a escatimar a los suyos los casi 200 euros de la prueba que ofertan al peso una pléyade de chiringuitos privados anglosajones? Si incluso las auspicia la Administración, si se han organizado en colaboración con IES públicos. Y a pagar y pagar más derechos de examen; y a engrosar cada año la colección de diplomas. El erario público paga la enseñanza, bien en el IES, bien en las escuelas oficiales de idiomas; los chiringuitos privados solo certifican y hacen caja. Si necesitas clases, las cobran aparte. Cambridge, Trinity, British Council o cualquier otra. Y si tienes los diplomas de cada una y en cada uno de sus subniveles, mejor. Y si además logras los certificados de EOI o de la UNED, repóquer de reinas.

¿Y quién le pone ahora el cascabel al gato? ¿Quién pone coto a esta pandemia de certificaditis ad absurdum?