Se diría que en Asís nada escapa al influjo de san Francisco. De la trufa a la charcutería (especialmente variada en toda la región), de la repostería al aroma seco de la lavanda, la desnuda simplicidad del franciscanismo es una constante. La ciudad perdura, como un fósil medieval, incrustada en la ladera del Monte Subasio. Más arriba, a medio camino de la cima del puerto, se encuentra Eremo delle Carceri, donde según la tradición Francisco predicó a los pájaros. La frondosidad del bosque, abrigo de las pequeñas celdas y capillas donde se retiraban los primeros seguidores del santo de Asís, nos habla de la antigüedad del lugar. Es probable que el turista no se acerque a estos lugares santos, situados extramuros. No lo hará si sólo dispone de un día y ese día tiene que dedicarlo lógicamente a visitar las dos basílicas de san Francisco, donde se encuentran los frescos de Cimabue y de Giotto, cuando la pintura del Trecento empezaba a insuflar vida y humanidad al tradicional hieratismo de la pintura griega. Ese es un mundo antiguo todavía que da paso a una mirada nueva, al igual que la espiritualidad franciscana funda una Europa distinta a la anterior.

Fue en la pequeña iglesita de san Damián, situada a los pies de Asís, donde Francisco recibió el encargo de ir a reparar la Iglesia 'en ruinas'. Fue, diríamos, un momento axial, no sólo para la cristiandad latina, sino sobre todo para el propio devenir europeo: los frailes mendicantes abrían la clausura monástica, las ciudades recobraban protagonismo, el amor cortesano se espiritualizaba a través de la poesía provenzal, el poder político empezaba a desgajarse del religioso. «Ve y repara mi casa, que como ves está en ruinas», fueron las palabras que escuchó san Francisco pronunciadas desde el viejo crucifijo bizantino de san Damián. La admonición es apocalíptica y refleja una fuerte crisis de gobierno y de valores. La naturaleza cíclica de la historia es un continuo. El miedo y la esperanza resultan consustanciales a la humanidad.

Pienso en todo ello, mientras recorremos esta antigua ciudad de piedra y cuestas empinadas. En la casa del obispo han abierto un museo de la memoria dedicado a la persecución de los judíos durante la II Guerra Mundial. Calles arriba, la fortaleza de Rocca Maggiore sella las murallas. Su sombra severa se extiende por las calles, como una admonición de la que no te puedes desprender. En la basílica, junto al hábito raído del santo, se conserva en la capilla de las reliquias un cuerno de marfil, regalo del sultán egipcio Al-Kamil, con quien Francisco negoció un acuerdo de paz durante la Quinta Cruzada. El filósofo musulmán Navid Kermani ilumina la importancia de este hecho: sólo Francisco fue un hombre de paz en una época militarizada como pocas; sólo él (y los suyos) se atrevieron a ir contracorriente de las ideas dominantes de su tiempo.

Curiosamente, la frase «ve y repara mi casa, que como ves está en ruinas», tenía muy poco que ver con someterse a la corrección política del momento. Las modas miméticas rara vez constituyen un criterio de verdad. Tampoco ahora, cuando el fanatismo de la ingeniería social y el autoritarismo ideológico pretenden segar la auténtica libertad de pensamiento.