El libro de los libros cuenta que una joven viuda de nombre Judit engañó al cruel comandante de un ejército invasor llamado Holofernes, que, caído para su desgracia en las celadas del amor, fue, después de seducido, decapitado por la bella heroína, su cabeza exhibida y su cuerpo profanado. Holofornes, enviado por el malvado Nabucodonosor, encarna los poderes de la tiranía, la exaltación de la mística militarista, la apoteosis del poder basado en el aplastamiento inmisericorde del débil. Asume en su soberbia todos los preceptos de la hybris, atribuyéndose para sí mismo la dignidad que debía conferirse a Dios. El comportamiento de Holofernes, en último término causante de su propia desgracia, es una ofensa a la divinidad, una permanente blasfemia, equiparable a la del griego Capaneo que proclamándose más poderoso que Zeus fue abatido por un rayo en el preciso instante que asaltaba los muros de Tebas; el proceder de Nabucodonosor, detentando el nombre de la divinidad, es análogo a la soberbia de Jerjes en la tragedia griega, condenado a sufrir un desastre militar a causa de su propia soberbia.

La fama extendió el nombre de Judit más allá de los límites convencionales de regiones, épocas y lenguas con la misma intensidad con que la sangre brotaría del cuello de su víctima. Artistas que no habían nacido aún pintarían la escena para solaz de hombres sabios y poderosos cuyos linajes tardarían siglos en aparecer registrados en la crónica de la historia. La recordarían de diversos modos, con admiración se habría convertido para los pintores más patrióticos en modelo de virtudes cívicas. Ataviada ricamente como una víctima para el sacrificio y con mirada digna acudiría flanqueando los muros de la ciudad y cruzaría con determinación los umbrales del cuartel de Holofernes. La serenidad en el porte se conservaría incluso hasta el momento fatal del sangriento acto de la decapitación.

Gravedad, gracia y solemnidad la acompañarían todos los días de su vida, pero también el miedo y el terror que sin duda inspiraba a los suyos, pues como los antiguos héroes de la gesta nacional hebrea, había estado demasiado cerca de Yahveh, se había convertido como Moisés o Josué en su brazo ejecutor, y simplemente por eso ya estaba fuera del mundo. Al cruzar el umbral de Holofernes con engaños, quedaba unida moralmente a los constructores del caballo de Troya, aquellos violentos saqueadores nacidos para quebrantar los usos ancestrales de la tregua, para infligir el peor de los males y la ruina a una ciudad entera. A la violación del espacio privado, al son de paz falsamente invocado, hay que unir además el daño causado al cuerpo del enemigo, violando las leyes del combate que la tradición confiere al vencido y su sepultura. La bella asesina seguía el dictamen de su Dios, y castigaba a un hombre cruel, caudillo de un ejército devastador, pero al mismo tiempo y por hacerlo, se alejaba del mundo de los mortales. Nadie podía volver a mirar sin temor a Judit como mujer, y quien deseara aún desposarla abandonaría finalmente su propósito, pues no era como Rut ni Noemí, pertenecía solo a Dios de quien era su ejecutora, su mano. Así lo entendieron, y quizá mejor, otros artistas que imaginaron la estocada mortal de Yahveh saliendo de los ojos de Judit, su mirada fría, impertérrita, en el momento mismo de hundir la espada en el cuello del general dormido e indefenso. En algunos casos el artista se complace en hacer partícipe del terror y de la sensación de miedo al espectador cruzando su mirada con la mirada de Judit, una mirada sin turbación alguna, con triunfante orgullo y rebosante sensualidad, mientras sujeta la cabeza de Holofernes.

Ya el anónimo autor de la historia de Judit extrae el acontecimiento de la geografía real y la sitúa en la imaginaria ciudad de Betulia, un país de cuento, mientras que asirios y babilonios se mixtifican convirtiéndose en la imagen ideal del enemigo igual que Nabucodonosor abandona el seguro terreno de la narración histórica para ser la materialización humana del Diablo, el antepasado común de todos los tiranos de la tierra, de los destructores de reinos, genocidas y verdugos de pueblos. La muerte y el erotismo confluyen para desencadenar, mediante un único acto, la fuerza que por sí sola puede desviar el diluvio de la invasión. Y después los años pasarían, a la casa de la célebre viuda pocos se aventurarían a ir, como si fuera un lugar teofánico donde las zarzas arden sin consumirse. Ningún pájaro se posaría sobre sus tejados, y desiertos bajo sus aleros quedarían los nidos de las golondrinas. La presencia de fuerzas desconocidas y aniquiladoras sería aún perceptible. La casa quedaba envuelta en silencio salvo las veces que se podía escuchar cómo Judit cantaba a su Dios llamándole 'exterminador de guerras'. Evitada, rodeada la casa por los viandantes, en su interior la célebre viuda a la que nadie habría visto en años continuaba llevando la muerte en la mirada, y así, oculta tras un laberinto doméstico de corredores, esquiva y solitaria habitante, confinada entre muros de silencio y admiración, Judit envejecía mientras entraba en la leyenda.