¿Y ahora qué? me pregunto después del atracón de festejos literarios que se celebraron en Murcia hace apenas una semana, ¿recuerdan? No es esa la única incógnita: ¿cuánto costaron? ¿cuánto público atrajeron? ¿qué repercusión social tuvieron? ¿qué beneficio generaron?

Son cuestiones que cualquier promotor de estas actividades sabe que debe responder a quienes las hayan patrocinado en una memoria que, en los casos de la Feria del Libro y Ex Libris debería hacerse pública, en tanto que sus organizadores se beneficiaron del respaldo de las instituciones públicas. Dichas incógnitas suscitan varias dudas de naturaleza no menos fundamental: ¿quién y cómo se pagó la fiesta? ¿qué criterios primaron para la elección de los organizadores? ¿cuánto dinero cobraron por el trabajo? y sobre todo ¿financiará o apoyará la cosa pública más actividades relacionadas con el libro o con las ya celebradas cubren el cupo hasta el año que viene, otorgándoles una exclusividad que sin duda necesitaría de una justificación?

Se trataría de una información interesante, reveladora e inofensiva que, por desgracia, jamás conoceremos sencillamente porque evidenciaría el terrible drama de la gestión cultural en esta región (y si me apuran, en todo el país). Para entenderlo es preciso aclarar una confusión conceptual. La Cultura es un concepto abstracto que abarca la plenitud del territorio del conocimiento y la técnica; de hecho, la cultura es la expresión del conocimiento. Otra cosa muy distinta es el producto creativo o cultural si se prefiere, fruto del empleo de conocimientos y habilidades técnicas; se trata de un bien que requiere de una inversión de esfuerzo, ingenio y dinero, y por lo tanto aspira a un beneficio.

La Cultura es un derecho universal que ha de ser garantizado y protegido por la cosa pública, cuya misión es proporcionar a la población el conocimiento y la formación, fomentar e instruir las habilidades, así como auspiciar, promover y divulgar la creatividad; de ese modo consolidarían y fortalecerían la industria y el comercio cultural.

¿Cómo? Muy sencillo: proporcionando consumidores de productos culturales al mercado. Lo cual permite la dinamización del tejido productivo y estimula el desarrollo económico del país.

Obligaciones públicas. El problema es que si la cosa pública descuida sus obligaciones fundamentales la industria cultural se resiente, y se alienta una perversa paradoja: lo público ocupa así el espacio que le corresponde a la industria privada actuando como agente activo del mercado, y planteando una competencia que termina por deteriorar el tejido productivo, obligando a los empresarios a depender del dinero público para desarrollar sus negocios y a los artistas a sucumbir a los programas oficiales según criterios establecidos por los administradores, que a su vez utilizan la Cultura-derecho como coartada para potenciar las agendas políticas y mejorar la imagen de sus representantes a base de comerciar con la Cultura-producto. La Administración se convierte así en promotora cultural privilegiando unos productos o iniciativas sobre otras en función de extraños intereses particulares. Y eso no puede ser.

Así pues, sin menospreciar la iniciativa, la voluntad y el esfuerzo de quienes promovieron la feria del libro ´en´ Murcia, es incongruente que una actividad puramente comercial con ánimo de lucro sea auspiciada por la cosa pública y organizada por una entidad privada que persigue un beneficio económico. No tiene sentido que la institución pública ampare un negocio privado concreto con la excusa de la promoción cultural.

Esto sucede porque quienes deberían promover este tipo de actividades, los editores y libreros de la región, no parecen estar en condiciones de asumir el riesgo de una inversión cuantiosa sin garantías de rentabilidad, pues a la ya endémica escasez de clientes se suma la debilidad representativa. Unos y otros sobreviven en un mercado muy competitivo, con una demanda escasa y sin apenas estímulos (en este caso sí) de la cosa pública, salvo el proteccionismo fiscal y comercial del libro a escala estatal. Resulta decepcionante que quienes se baten el cobre por mantener activo el mercado literario se vean relegados a ser meros clientes de una parte del mismo.

Y algo parecido sucede con esa fastuosa atracción literaria que atrajo a Murcia a un puñado de insignes escritores para asistir a una miríada de actos de los que hoy ya nadie se acuerda. Siete días frenéticos que quizás colmaron las expectativas de sus promotores, pero que no eclipsaron el trabajo intenso de los libreros que durante todo el año arriesgan su dinero en ofrecer actividades culturales en sus establecimientos, manteniendo viva una actividad ante la que nuestros gobernantes se muestran indiferentes.

Acontecimientos como los vividos estos días deberían estimular a editores y libreros para consolidar su unión en los respectivos gremios, hacer frente con determinación a los desafíos del mercado y exigir a las autoridades la ayuda que les corresponden como representantes de un sector productivo esencial.

Es la educación. Mucho se podría abundar en los efectos nocivos que estas prácticas causan en la industria y el comercio cultural, pero prefiero ser constructivo y compartir algunas sugerencias para invertir el dinero público en Cultura. No invento nada porque son experiencias que ya se han llevado a cabo en otras ocasiones y en diferentes lugares, pero me parecen interesantes si se desarrollan con el rigor adecuado.

La educación es la pieza fundamental del edificio cultural. El conocimiento y la habilidad se construyen en la escuela, y es necesario encauzar la formación e instruir las aptitudes para que los jóvenes entiendan, elijan y aprovechen el producto cultural como un bien. Hacen falta más recursos e inversión para el desarrollo de actividades que estimulen el gusto por el bien creativo, a la vez que cuidar e instruir a aquellos alumnos que muestren capacidades creativas en cualquier disciplina. ¿Por qué no incentivar más y mejor a aquellos centros educativos que diseñen y ofrezcan programas de fomento y formación cultural como clubes de lectura, talleres sobre diferentes disciplinas artísticas o creen y mantengan grupos de teatro, danza o musicales? Por probar nada se pierde.

Las bibliotecas, museos, auditorios... constituyen el corazón del organismo de la cultura pública, donde se materializa el espíritu que ha de animar la política cultural, el escaparate al que acuden los ciudadanos para familiarizarse con el producto creativo, descubrir nuevas propuestas y obtener conocimientos. No son establecimientos que deban competir en contenidos con librerías, galerías o salas de conciertos en busca de una audiencia que justifique la inversión. Condenar a la irrelevancia y devaluar esos lugares con presupuestos irrisorios y recortes de servicios es intolerable, pues se atenta contra el principio básico del servicio público y se destruye la cultura.

Las bibliotecas en cambio podrían convertirse en un recurso dinamizador no sólo de la salud educativa y cultural de la población, sino también del sector editorial. Bastaría con ofrecer a las editoriales de la región un plan por el que se les compraría la edición completa de aquellas obras que cumplan una serie de criterios concretos: obra de autor novel, antologías de diferentes géneros o reedición de títulos descatalogados, por ejemplo. Ese material se repartiría por las bibliotecas de la región y sus usuarios valorarían la calidad de cada obra, de forma que la más valorada podría ver ampliada su oferta. Así se estimularía el sector editorial, ofrecería al editor la posibilidad de descubrir y publicar a nuevos autores, recuperar obras comercialmente desafortunadas pero de gran calidad y difundir la literatura que se produce en esta región entre los lectores

Estimular el tejido productivo. Asimismo, para revitalizar el pequeño negocio cultural bastaría con echar un vistazo a las iniciativas que ya están llevando a cabo o van a emprender pronto los ayuntamientos de Madrid, Barcelona, Valencia o Sevilla, y que consisten en rebajar los impuestos municipales a librerías, galerías, salas de conciertos y otros pequeños establecimientos culturales, de forma que les permitan invertir en contenidos culturales y dinamizar el negocio. O algo tan sencillo como repartir entre todos los que presenten un buen programa cultural a lo largo de todo el año lo que se gastaría un Ayuntamiento o la Comunidad en un festejo corto, muy vistoso pero poco productivo.

Si todo esto se completara con un buen plan de estimulo al patrocinio cultural privado, estaríamos a un paso de cuadrar el círculo cultural. Dado que la ley de mecenazgo sigue siendo una quimera, la cosa pública debería explorar vías para conseguir que la inversión privada en cultura sea atractiva y rentable. Un primer paso es conseguir clientes para la cultura que justifiquen esa inversión privada, algo no tan difícil si se sabe divulgar bien la actividad para atraer al público; y después arbitrar rebajas o exenciones fiscales por patrocinios. Así se ampliaría la nómina de patrocinadores sin mediación de los políticos.

Estas son algunas de las muchas ideas que permitirían a la Administración pública desarrollar una política cultural que estimule el tejido productivo, ofrezca oportunidades a los creadores e impulse el consumo cultural entre los ciudadanos, respetando y apreciando el trabajo de los comerciantes y gestores privados y no privilegiando iniciativas de extraña naturaleza y procedencia. Con una cultura viva, popular y rentable, el político podría presumir de buena gestión. Quizás no quede tan vistoso como retratarse con un artista insigne, pero al menos tendrá la certeza de haber empleado bien el dinero público. A menos que se pretenda otra cosa€