Muchos predecían que Cataluña iba a vivir un otoño caliente. El independentismo auguraba grandes exhibiciones de fuerza con motivo del 11 de setiembre y del aniversario del 1 de octubre (referéndum ilegal) y del 27 del mismo mes (declaración unilateral y entrada en vigor del 155). Desde algunos sectores de Madrid se vaticinaba y alertaba sobre el grave peligro de que esas fechas fueran el marco de un nuevo y grave ataque a la unidad de España.

Tras la semana del 1 de octubre está claro que esta visión, separatista o unionista pero siempre tremendista, no se está correspondiendo con la realidad. Ha habido sí, movilizaciones de envergadura, pero nada que ver con las de hace un año. Y estas movilizaciones, algunas con desórdenes de cierta entidad -como el intento de asalto al Parlament del lunes- han puesto de relieve no sólo que la repulsa a España ha perdido fuerza e intensidad (la Guardia Urbana de Barcelona, la de Ada Colau, cifra los manifestantes del lunes en 180.000), sino que la protesta fue encarrilada por la fracción más radical del separatismo (CDR, CUP y partes de la ANC) y acabó dirigiéndose tanto contra Madrid como contra el gobierno de la Generalitat, acusado no sólo de hablar de independencia pero sin ir a más, sino también de que los Mossos hayan reprimido alguna manifestación de los CDR.

Que al final del día los radicales pidieran la dimisión del president Torra, alineado con Puigdemont y el ala maximalista del independentismo, indica una fractura relevante. El independentismo oficialista le ha empezado a coger miedo a la calle, una calle bastante menos intensa que en años anteriores porque el desencanto y la desinflamación están empezando a hacer acto de presencia.

Frustración porque los objetivos no se han cumplido. En parte es lógico porque el independentismo oficialista, cada día más dividido entre el puigdemontismo y ERC, no define un claro programa de actuación. Por una parte, exalta el maximalismo y afirma que una sentencia condenatoria a los presos sería totalmente inaceptable, y por la otra tantea el diálogo y la negociación con el ejecutivo socialista para poder gobernar con alguna normalidad. Una comunidad autónoma no puede estar en rebelión cerrada y permanente con el Estado. Es natural pues que entre los más excitados (o los que más se creyeron que en el 2018 Cataluña ya sería un nuevo Estado de la UE) la decepción empiece a ser fuerte. Y todavía más si no se analizan las causas del fracaso y lo único que realmente se propone es protestar y esperar la condena de los presos para que entonces haya una hipotética explosión de ira popular que haga posible otro 27-O, que esta vez sería victorioso.

Jonqueras y los presos libres), pero no se atreven a explicitarlo. Porque no saben si eso es posible (en especial lo de los presos) y por temor a que los seguidores de Puigdemont les acusen de traidores.

Pero saber que ya no controlan la calle como hace un año (el radicalismo fracasado genera frustración) hace que Puigdemont y Torra cometan errores graves. Torra dijo el lunes que «los amigos de los CDR aprietan y hacen bien en apretar». Quería congraciárselos y se encontró horas después con el asedio al Parlament y que pedían su dimisión. Por eso el martes, en el pleno del Parlament, intentó recuperar la onda con un ultimátum al gobierno de Sánchez: o algo similar a una oferta de referéndum de autodeterminación en octubre, o desestabilización parlamentaria en Madrid.

Pero fue una iniciativa personal de un president cuya única experiencia política era la de un agitador cultural nacionalista. No sólo no se había negociado con ERC y el PDeCAT, sino que incluso sorprendió a muchos puigdemontistas. ¿También a Puigdemont? ¿Qué iban a ganar derribando al gobierno Sánchez, que está dispuesto a hablar y negociar algo, para encontrarse (tras unas nuevas elecciones) otra vez con el socialista o correr el riesgo de que el tándem Casado- Rivera ocupe la Moncloa? Claro, Torra quedó tocado y nada reforzado. Torra acabó horas después haciendo algo de marcha atrás y sugiriendo el encuentro en Barcelona, pactado con Sánchez para octubre antes del verano. Moncloa constató que no era el momento adecuado.

El pleno del Parlament quedo suspendido por la división entre JpC y ERC. En medio de esta confusión, el pleno del Parlament del jueves se tuvo que suspender por un choque entre JpC y ERC sobre como acatar, diciendo que se desobedecía, la inhabilitación provisional de seis diputados, entre ellos Puigdemont, acusados de rebelión por el juez Llarena. La discusión ya era absurda porque esos diputados han dejado de percibir sus salarios y el juez, esta vez con buen criterio, ya permitía que la inhabilitación no alterara la mayoría parlamentaria recurriendo a la figura del diputado suplente provisional. ¿JpC quiso mostrar más nervio revolucionario que ERC? Sí, pero también que Puigdemont desde Waterloo es reacio a todo lo que pueda deslucir su estatus de presidente legítimo en el exilio y que hay una gran desconfianza entre los dos socios de gobierno. ERC (que tiene a su líder en la cárcel) no quiere someterse siempre al dictado, o las ocurrencias, del exilado del que muchos, no sólo en ERC, piensan que ha perdido el norte.

Para el independentismo ha sido una semana de sucesivos disparates. La mayoría está tocada y fragmentada en como mínimo cuatro grupos: CUP, puigdemontistas, PDeCAT no puigdemontista y ERC. Con esta división, la suma de 70 diputados (la mayoría absoluta es de 68) es difícil de alcanzar para cualquier propuesta operativa. El independentismo ha iniciado un proceso de fragmentación. Pero no está muerto. La suma de 70 diputados todavía respira. Aunque sea con un único objetivo: no perder el poder en la Generalitat.

La primera semana de octubre ha sido para Sánchez mejor que la última de septiembre. El foco ha estado en Cataluña y se palpa que el 155, aplicado por Rajoy con el apoyo del PSOE y Cs, más la política de ley y diálogo de Sánchez, está desinflamando Cataluña (aunque los más radicales se radicalicen), e incrementando el divorcio entre el maximalismo de Puigdemont y Torra, que tampoco contenta a los radicales, y el pragmatismo de ERC y del grupo parlamentario del PDeCAT en Madrid.

El independentismo rectificará o se partirá definitivamente entre absolutistas y pragmáticos el día que, tras unas elecciones, sus diputados ya no sumen. Y el camino para ello no es otro 155. Máxime en un momento mucho menos grave que cuando Rajoy no tuvo otro remedio que aplicarlo. Y Sánchez lo tuvo que apoyar.