Aida, Sara, Julia y Sandra son mujeres viajeras, aventureras. No como las mujeres exploradoras de los siglos XIX y XX, europeas nobles o burguesas que se internaban en lugares desconocidos apoyadas por sus grandes o pequeñas fortunas. Pensemos en la inglesa Gertrude Bell, la escocesa Isabella Bird o las españolas Emilia Serrano, Alice Fauveau y Eva Canel. Pero tanto las primeras como las últimas comparten una cualidad: su espíritu intrépido.

Aida, Sara, Julia y Sandra son las nuevas mujeres en movimiento, que proceden del Sur o del Este y se ven obligadas a dejar su hogar y su país para reunirse con su dispersa familia o para mantener a quienes se quedaron en casa. Son personas valientes, trabajadoras y autónomas, pero el desarraigo las hace vulnerables al perder sus redes de apoyo emocional y material.

El trabajo doméstico y de cuidados, el sector servicios (comercios, hostelería, etc.) y la prostitución forzosa son los empleos que el capitalismo globalizado y la política xenófoba de los Estados receptores han reservado para estas mujeres sin derechos. El objetivo es conseguir que estas mujeres satisfagan a muy bajo precio las necesidades de los países de destino.

Son mujeres que partieron de su comunidad para cumplir un sueño de vida digna, para escapar de la caverna de la pobreza. ¿Y qué se han encontrado en la mayoría de los casos? Un sueño roto, una vida precaria y la pesadilla de la esclavitud laboral o sexual.

Buscan una vida mejor para ellas y sus familias, pero son doblemente estigmatizadas (como mujeres y como migrantes) por las actitudes machistas y xenófobas dominantes. Son mujeres en movimiento que han dejado de estar ´en casa y con la pata quebrada´, tras un largo y peligroso viaje, pero en los países de destino se ven atrapadas en situaciones que siguen reproduciendo las desigualdades sexuales y económicas de las que huían.

Han roto con el imperativo patriarcal que desde los orígenes de nuestra cultura, y también de la suya, las ha confinado en la oscuridad e inmovilidad de lo doméstico. Pensemos en Penélope, encerrada en su palacio de Ítaca, cuidando del patrimonio y el trono del varón ausente, mientras Ulises navegaba por los espacios abiertos del Mediterráneo. Esta narración fundacional de la cultura occidental nos muestra el régimen de encierro y exclusión que ha condenado a las mujeres durante miles de años.

Las mujeres migrantes sufren doblemente el síndrome de Penélope: al salir de su casa y a menudo también de su país, transgreden la norma patriarcal de la sumisión al varón, tanto en su lugar de origen como en el de destino. Y por eso mismo son castigadas, convirtiéndose en víctimas de explotadores, violadores o asesinos, como muy bien señalan María José Guerra y Genoveva Roldán en el libro colectivo Las Odiseas de Penélope. Feminización de la migraciones y derechos humanos.

Se habla poco de las muchas formas de violencia que sufren las mujeres en su arriesgada odisea desde su comunidad de origen hasta la de destino. El movimiento de las mujeres a través de diversos países, desiertos, fronteras, mares y océanos, a menudo acompañadas por sus pequeñas criaturas, muestra en grado máximo la vulnerabilidad de las personas migrantes. Su viaje suele ser un camino lleno de peligros, penurias y violencia sexual.

En el imaginario colectivo, el movimiento de los hombres se representa como una expresión de coraje y virilidad. Los varones han de probar su hombría enfrentándose a los peligros y a la incertidumbre. En cambio, en el caso de las mujeres, aunque sean tan valerosas como los hombres, se insiste más bien en su vulnerabilidad frente a la omnipresente violencia masculina.

Con su movimiento, su deseo de libertad y su lucha por una vida digna, las mujeres migrantes demuestran un coraje muy especial, pues han de enfrentarse a mayores peligros que los hombres. El viaje que deciden emprender, solas o acompañadas de otras mujeres, es para casi todas ellas una fuente de angustia y de miedo. Y a pesar de todo, estas mujeres del Sur y del Este, como antes las exploradoras y viajeras europeas, desafían con su coraje la doble cadena del patriarcado y de la desigualdad social.

Por ese coraje, y por el trabajo silencioso y precario que realizan en nuestra sociedad, tenemos la obligación de reconocerlas, visibilizarlas y valorarlas como ciudadanas de pleno derecho.