Hasta los individualistas más entusiastas saben que el hombre vive en colectividades. Sea para solventar las necesidades de la vida, que diría Aristóteles, sea para irse de parranda.

Y no deja de ser curioso que esa enorme ganancia cultural que es la individualidad y, por tanto, la subjetividad, la libertad o la autonomía individuales tenga que trenzarse con la sociabilidad. Porque ambos aspectos resuenan positivamente pero, al mismo tiempo, se intuye que son piezas de difícil encaje.

El modo en que los individuos se relacionan para construir una estructura social no es inocuo. Ahí tenemos a hormigas, abejas, ovejas y demás ganado: todos individuos integrando sociedades que funcionan como la seda. Diríamos que cada individuo se limita a ser un engranaje del mecanismo o, lo que es lo mismo, cada individuo es prescindible, sólo interesa por la función que desempeñan en su sociedad. Bergson, al hablar de este tipo de agrupaciones, las denomina sociedades cerradas.

En las sociedades cerradas la comunidad es destino. Puede parecer que el individuo actúa autónomamente, que tiene iniciativa, pero no es así. Es el instinto el que rige esas vidas individuales. Esta es la idea de sociedad que late en la afirmación de Schopenhauer de que cuando se aparean hombres y mujeres creen actuar por sí mismos pero no: quien dirige todo, los gobierna y sale, al final, ganando es la especie que usa a esos pobres infelices para seguir produciendo nuevos individuos (objetivo que no tenía el hombre ni la mujer, pero sí la astuta especie en forma de instinto). En las sociedades cerradas, por tanto, basta saber qué instintos mueven a los individuos: con el sonido u olor de la hembra en celo ya podemos salir de cacería. Es éxito asegurado, que diría la Lola y todos quienes comparten este ideal de sociedad socialista.

Los llamados animales sociales están adaptados, su instinto es certero y les permite llevar una vida a la altura de sus posibilidades. Pero cuando el hombre vive así no está a la altura de sus posibilidades. Buena parte de las ideologías del siglo XX han intentado llevar al hombre por ese camino. Por eso dice Saint-Exupéry que nos hemos equivocado de ruta, que «el hormiguero humano es más rico que antes, disponemos de más bienes y placeres, y sin embargo nos falta algo esencial que nos resulta difícil definir. Nos sentimos menos hombres; porque hemos perdido misteriosas prerrogativas». El hombre da para más.

Para forzar al hombre a tomar esta triste senda, ese camino de servidumbre, que diría Hayek, hay que engañarlo. Hay que convertirlo en un hooligan (puro instinto, máxima manipulabilidad, éxito asegurado) hacerle creer que el infierno son los otros, que diría Sartre y el Estado, lo público, el Gran Hermano garantizarán un status quo confortable. Por eso las sociedades cerradas aspiran al monopolio de la educación, la purga en los medios de comunicación y sus dosis de odio bien administradas.

El consejo de Almagro al antiguo líder de este modo de concebir la vida está lleno de sabiduría filosófica: no sea usted imbécil, dice. Ese mismo es el calificativo que emplea Ortega mirando a diestra y siniestra: derecha e izquierda, viene a decir, son dos modos de hemiplejia moral, dos formas de ser imbécil, dos maneras de intentar que el hombre se quede por debajo de sus posibilidades.

Imbécil no es aquí tanto un adjetivo des-calificativo cuanto una mera descripción que alude a falta de inteligencia. Porque es precisamente la inteligencia, la inteligencia individual, lo que no hay en el hormiguero, porque es precisamente el pensamiento lo que permite al hombre no sucumbir al instinto, porque es precisamente la razón la que nos hace individuales, personas singulares para las que la comunidad no es un destino sino una tarea, una meta que hay que elegir.

Ser inteligente, ser libre y elegir colaborar creativamente con otros es, precisamente, lo que caracteriza a las comunidades que Bergson denomina sociedades abiertas. Será Popper quien popularice esta denominación para las sociedades democráticas, conscientes de que en su seno hay muchos modelos éticos, políticos y religiosos y conscientes de que optar por la libertad es optar tanto por el difícil respeto de esas opciones que no se comparten como por la defensa de la propia elección.

La opción por la cultura abierta es la elección de lo mejor que hay en el hombre. No es una opción mayoritaria. Quienes así pensamos siempre estaremos en minoría.

Ser partidario de la libertad individual se traduce, por ejemplo, en reducir al mínimo ese mal necesario que es el Estado y sus tentáculos. No se trata de imponer las ideas de la hemiplejia derecha o izquierda: se trata de no imponer; de no usar el BOE, la televisión y el sistema educativo para condicionar las hormiguitas a los instintos del hormiguero en un ejercicio de ingeniería social tantas veces intentado a lo largo del siglo XX.

A diferencia del instinto certero del hooligan o del hincha y otras modalidades de masa, al usar la inteligencia y la libertad a veces nos equivocamos, que errare humanum est. Reconocer serenamente el error no es cláusula de humildad, ni captatio benevolentiae, es simple constatación de que personas distintas pueden honestamente ver las cosas de modos diferentes. Nos salva que no somos imbéciles: no pretendemos imponer nuestros planteamientos, pretendemos que cada uno pueda intentar llevar adelante su vida sin que el Estado o los otros se lo impidan. Difícil, pero ahí andamos.