Entre la fauna que puebla nuestras vidas solemos hallar una serie de figuras humanas que sobresalen en el crisol del acontecer diario. Destacan porque parecen tener un fin en su vida: tratar de amargar al más pintado que ose cruzarse en su camino. Sin complejos. Sin medias tintas. Vamos, con todas las de la ley. Entre aquéllas se encuentra un primo hermano del homo escurridizus, que glosé tiempo atrás en estas páginas. En esta ocasión se trata del homo ingratus, otro espécimen que anida en nuestros lugares de trabajo, en las asociaciones de las que formamos parte o entre los miembros de nuestras familias, de manera independiente al grado de consanguinidad que exista entre nosotros.

La característica esencial del homo o mulier ingratus (porque aquí no hay discriminación de género que valga) es la pérdida de memoria a corto, medio y largo plazo. Una pérdida que va aparejada a que estas personas se sientan el ombligo del mundo. Todo y todos deben de girar alrededor de ellas. Esto es, se sienten el centro del universo sobre el que el más pintado debe bailar al son de sus movimientos y caprichos. Y ello porque profesan la religión de pueblo elegido, estirpe destacada entre el resto de los mortales, y están embadurnadas de una grasa tan sutil que todo lo que les resulta desagradable jamás de detiene en su piel.

En el fondo hablamos de personas desagradecidas, desapegadas, desconocidas, desnaturalizadas, egoístas, malagradecidas, olvidadizas€ incapaces de reconocer un error, de un favor del otro, una intercesión para mejorar en su puesto de trabajo, en su vida social, en su familia. La mulier o el homo ingratus es capaz de defender una opinión y la contraria en un simple pestañeo, mirar hacia un lado cuando alguien pregunta quién se ha dejado la puerta abierta y olvidarse de quién se jugó su puesto por ella o desafió un escenario desfavorable frente a otros posibles en su favor.

Este ejemplar de la raza y condición humanas habita junto a nosotros. Adula hasta extremos insospechados. Practica la moral del camaleón, de manera similar a como la define Adela Cortina, de acuerdo con la cual tanto los políticos como los ciudadanos se adaptan a las circunstancias y los hechos, anulando así la posibilidad de una sociedad constituida por individuos autónomos y justos. Este tipo es capaz de cambiar de color en menos de que cante un gallo, pero, eso sí, de su boca no saldrá el mínimo atisbo de reconocimiento al otro, no vaya a ser que una imperceptible dosis de humildad le provoque una úlcera de estómago o una parálisis temporal del ego. Es olvidadiza hasta extremos insospechados. Jamás, repito, jamás, reconocerá que alguien ha hecho algo por él o por ella. Que la mejora de su presente está asociada a que alguien confió en la bondad del ser humano, en que alguno le dio una oportunidad sin esperar nada a cambio.

Llegados a este punto, una vez que hayan puesto una cara de póker tras leer esas descripciones les propongo un juego: cierren los ojos y traten de visualizar a su homo o a su mulier ingratus más cercana. ¿Verdad que no les resulta difícil? Quizá hasta la tienen próxima en este momento. O cuando lleguen el lunes al trabajo se les mostrará en todo su esplendor. Pero tengan cuidado, no vaya a ser que usted se incluya en esta subespecie humana. Aunque estoy seguro de que no será así, ¿verdad?