El Gobierno de expertos empieza a resquebrajarse de forma acelerada. Apenas hemos cruzado el Rubicón de los cien primeros días y las grietas se abren de forma abrupta: dos ministros dimitidos y un tercero, Dolores Delgado, en situación muy comprometida; las crecientes dudas sobre la tesis doctoral del presidente; la innegable descoordinación del equipo de Gobierno con algunas de sus principales figuras (Nadia Calviño y Pedro Duque) desaparecidas desde el primer día; las continuas improvisaciones y cambios de opinión sobre cuestiones centrales; el más que cuestionable uso de triquiñuelas legales, forzando la ley al máximo hasta desnaturalizarla, para intentar aprobar los presupuestos; la doble vara de medir con que se hipermoraliza interesadamente la sociedad española; la frivolidad del marketing masivo que evidencia una concepción de la política orientada puramente hacia el cortoplacismo electoral; los anuncios y contraanuncios en temas de impuestos, etc.

Son cosas que suceden y que hay que ser muy ciegos para no ver. Al igual que habría que ser ciegos para no darse cuenta de que el PP de Casado, con su viraje hacia un conservadurismo más thatcheriano y menos acomplejado en la vertiente ideológica, carece todavía del músculo intelectual suficiente y titubea tras el shock que supuso la caída vertiginosa e inesperada de Rajoy. O comprobar que Ciudadanos, el partido bisagra que aspira a dejar de serlo, necesita definir mejor su pendiente de crecimiento: a la derecha del centro, fagocitando las expectativas del PP, o a la izquierda del centro, entre las clases urbanas que antes podían sentirse apeladas por un PSOE moderno y reformista, ya inexistente.

Como también sólo una ceguera voluntaria o interesada puede impedir ver cuál es el papel que representan Podemos y los distintos partidos soberanistas en la deslegitimación de las instituciones democráticas, paso previo a cualquier intento de fractura constitucional. Si al PP de Rajoy cabía achacarle la ausencia de un proyecto político que fuera más allá de la gestión cotidiana de los problemas (y lo seguimos pagando), el PSOE de Sánchez se desvanece tras la audacia inicial, corroído por su debilidad parlamentaria, la naturaleza de sus socios y una enorme vacuidad. Un país no es un plató de televisión.

Sánchez puede optar por atrincherarse en el poder o convocar elecciones anticipadas. Ninguna de las dos alternativas resulta ideal, ni siquiera saludable, aunque la primera sea peor que la segunda. La esperanza natural para un horizonte de futuro era una gran coalición, lo suficientemente amplia como para abordar las reformas imprescindibles que necesitaba el país y que van mucho más allá de los ajustes económicos impuestos por Bruselas.

El desprestigio actual de la universidad, por ejemplo, no se soluciona con medidas cosméticas ni con una partida presupuestaria. La crisis territorial requiere un replanteamiento del modelo autonómico después de la experiencia de estas últimas décadas y a la luz de las soluciones planteadas en otros países de nuestro entorno. El envejecimiento demográfico y sus consecuencias sobre el Estado del bienestar y la productividad exigen modernizar no sólo el sistema fiscal sino también revisar el funcionamiento (y la eficacia) de las distintas prestaciones sociales.

Pero esa esperanza (una gran coalición lo más amplia y generosa posible) pasó a mejor vida por mil y un motivos, algunos más razonables que otros. Lo que queda, sin embargo, es algo mucho peor: un campo abierto para el cinismo de unos y de otros, que alimenta los peores instintos de la clase política. No los del bien común, sino los propios de la más cruda lógica del poder.