La democracia como idea nació, como es sabido, en la época de la ilustración griega, cuando en los tiempos de Pericles se planteó el gobierno de los ciudadanos como alternativa al propio de la aristocracia. Verdad es que lo restringido de la condición de miembro de la polis, es decir, de la posesión de la ciudadanía, supuso un escollo importante respecto de lo que consideramos hoy una verdadera democracia. Ésta nacería mucho más tarde, con la revolución de Cromwell, y ligada a la existencia de un parlamento en el que las fuerzas más radicales, las de los levellers y los diggers, exigían considerar como ciudadanos incluso a los que careciesen de tierras; por decirlo con palabras de ahora (venidas de la mano de Marx), a los proletarios. Pero fue Montesquieu quien, mediante su principio de la separación de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, fijó el contenido de lo que debe ser hoy un Estado para ser considerado de derecho, es decir, democrático.

El rumbo que está tomando la política española obliga a plantearse si en verdad podemos presumir de nuestra condición derivada de la Carta Magna de 1978 que rescataba la democracia perdida desde el golpe de Estado de Franco. Qué duda cabe de que, sobre el papel, España es un país que forma parte de las democracias occidentales. Pero cada día aparecen acusaciones por parte de casi todos los partidos políticos que pertenecen al abanico parlamentario acusando a sus contrincantes de antidemocráticos, e incluso adornando con el insulto de ´fascista´ (o, si se prefiere, ´franquista´) al contrario. Es ése el guion habitual en el cruce de acusaciones entre los soberanistas y los que podríamos llamar unionistas aunque constitucionalistas les cuadraría mejor. Y como adorno peligroso de los simples insultos, vienen los actos. Primero una moción de censura desnuda del requisito esencial de proponer un programa de gobierno (echar a Rajoy no lo es, desde luego), pero triunfante al cabo. Luego el filibusterismo parlamentario de un Gobierno dispuesto a usar el decreto como medida casi exclusiva y de la oposición haciendo valer el palo en la rueda de la mayoría con la que cuenta en la Mesa del Congreso y en el Senado. Por fin, la artimaña del presidente Sánchez de querer colar una enmienda a la ley de violencia de género para imponer la reforma de otra ley, la de estabilidad económica.

Y como peor manejo, el del presidente Torra y sus muchachos manteniendo cerrado el Parlamento de Cataluña más allá de cualquier límite razonable, por no mencionar su exigencia de que el Gobierno de Madrid se salte la separación de poderes respecto de los jueces imponiéndoles órdenes imposibles.

Por culpa de todos esos rifirrafes, la democracia española (incluyendo en ella, por supuesto, la catalana) está en peligro. La única solución consiste en convocar elecciones. Y cabe preguntarse cómo es posible que eso no haya sucedido ya.