Estos días he tenido la oportunidad de participar en una mesa redonda sobre la ciudad, organizada por València pensa. De las preguntas que se plantearon, quisiera recordar hoy esta: ¿por qué tanto hablar de la ciudad? Para la filosofía no es un tema nuevo: 'salvar la ciudad' era ya la aspiración fundamental de Platón. Sin embargo, justificar nuestro actual interés por la ciudad apelando a que ha sido un tema recurrente a lo largo de la historia del pensamiento resulta poco interesante, y menos útil. Como recordara no hace mucho M. Wackernagel, la importancia de las ciudades depende más bien de que en ellas «se ganará o se perderá la batalla por la sostenibilidad»; una afirmación que apunta directamente a la configuración de nuestros sistemas habitacionales, y de la cual podemos extraer la siguiente lección: seguramente sea en las ciudades donde se esté jugando ya el futuro mismo de la especie humana. Digamos que en ellas se entrecruzan los tres grandes problemas de nuestro tiempo, según afirma Jorge Riechmann: la crisis ecológica, la desigualdad social y el desarrollo tecnocientífico.

Al respecto de ese futuro surgen muchas preguntas: ¿contribuirá a una cierta 'vida buena' para todos los seres humanos o, por el contrario, como escribe Emilio S. Muíño, ese futuro pasa por la formación de «archipiélagos bunkerizados de bienestar», es decir, por el agravamiento de las desigualdades habitacionales que ya conocemos (en forma de riesgos, amenazas naturales y una creciente y diferencial distribución de la vulnerabilidad)? ¿Seremos capaces de corregir nuestros estilos de vida, estructuralmente insostenibles por la presión que ejercen sobre la biosfera, en beneficio de la humanidad (en su conjunto) y de las generaciones futuras, o debemos aceptar que, dado que no hay forma de controlar el metabolismo de nuestros sistemas habitacionales, la única opción es adaptarnos, como sea, a lo que vaya ocurriendo?

Los datos que se manejaban en la pasada edición de Hábitat III (Quito), justifican además esta centralidad de la cuestión urbana: ocupando, aproximadamente, el 2% del total del territorio del planeta, de las ciudades depende el 70% del PIB; el 60% del consumo global de energía; el 70% de las emisiones de gases de efecto invernadero; y el 70% de la generación global de residuos. Por otro lado, es sabido, en 1950 la población mundial era de 2600 millones de personas, mientras que en 2017 superamos los 7000; se prevé que en 2030 lleguemos a los 8500, y a los 11200 en 2100. Con respecto a la población urbana, entre 1900 y el año 2000 aumentó del 15% al 50%, y se pronostica que para 2050 las ciudades albergarán, más o menos, el 70% de la población mundial (con especial incidencia en India, China y Nigeria).

Por supuesto, cualquier reflexión rigurosa sobre la ciudad debe asumir que el 'dónde' es fundamental. Murcia no es Moscú, New York o Guangzhou. Bien sea por la distribución geográfica de las desigualdades y la vulnerabilidad medioambiental (comparemos los índices de riesgo de Filipinas y Luxemburgo), o bien, entre otros motivos, por el nivel de consumo de materiales per cápita (agua, combustibles fósiles, materiales de construcción como arena, acero u hormigón, etc.): según datos del Panel Internacional de Recursos, los países ricos consumen un promedio de diez veces más que los países pobres, y dos veces más que el promedio mundial (en EE UU, por ejemplo, superan las veinte toneladas per cápita; el continente africano no llega a las tres toneladas).

Ahora bien, ¿cómo puede abordar la filosofía tales cuestiones? A mi parecer, enfocando el asunto desde el punto de vista de la habitabilidad (un rodeo estrictamente metodológico para evitar hablar de ciudad, al menos en un primer momento, y pasar de los debates terminológicos sobre si ciudad, posciudad, megaciudad, etc.). Se trataría de pensar lo habitacional como fenómeno que se presenta, siempre, organizado en base a lenguajes de patrones. Así, diríamos que los patrones son modos de organización de lo habitacional, formas de habitabilidad, que articulan cuatro dominios distintos: (1) el de los elementos naturales, como el agua o la temperatura o el nivel del mar; (2) el de las sustancias intermediarias, las infraestructuras, todo aquello que es producto del diseño humano; (3) el de las acciones que realizamos, desde las labores domésticas hasta el transporte de mercancías en graneleros; y (4) el de las racionalidades sistémicas que regulan axiológicamente nuestras acciones, la instalación y el uso de las infraestructuras, y el impacto que todo ello genera en la biosfera por las relaciones complejas que establecemos con ella.

¿Y cuál es la finalidad de estas distinciones? Por ejemplo, no desvincular nunca la reflexión sobre lo habitacional (por tanto, sobre la ciudad) de su base biofísica, es decir, de los límites naturales que impone la biosfera. En este sentido, los cuatro dominios citados deben dirigir la elaboración de un marco teórico que no caiga preso de (y sepa combatir) dos ilusiones habitacionales demasiado presentes en nuestros discursos sobre la ciudad: la ilusión de la abundancia y la ilusión de la desconexión.

Contra la primera, recordaba hace años F. Ovejero, sabemos que vivimos en un planeta de recursos limitados donde no hay de todo para todos, luego cualquier reflexión sobre lo habitacional debe responder a la pregunta sobre qué se debe distribuir, con qué criterios y a quién; en cuanto a la segunda, escribe Riechmann, consiste en ignorar los vínculos objetivos que unen nuestros modos de vida con las fuentes de recursos y los ecosistemas de los que dependen, lo cual implica, en positivo, no pasar por alto nunca el impacto medioambiental de aquéllos, y empezar a pensar los lenguajes de patrones habitacionales en términos de viabilidad ecológica.