Fue Marx quien aseguró que «la última fase de una forma histórica mundial es su comedia». Y a juzgar por las merecidas chanzas y el sonrojo que producen los doctorados, tesinas y másteres que las universidades españolas han dispensado a nuestros políticos, habría que preguntarse si no estamos ante el final de la forma histórica de una institución.

Desde luego que semejante pregunta parece una exageración a partir de hechos puntuales que, como se esfuerzan en decir nuestros rectores y autoridades públicas, manchan el buen nombre y el trabajo honesto y competente de tantas universidades y profesores.

Pero si a las anécdotas curriculares de nuestros políticos y las consiguientes anomalías en sus estudios, sumamos que, por ejemplo, es sabido que buena parte del profesorado universitario no investiga o bien su producción es poco menos que irrelevante en términos científicos, aunque muy efectiva para lograr acreditaciones y promociones académicas con sus correspondientes emolumentos.

Y si a lo anterior sumamos que son muchas las facultades y los departamentos universitarios con sus correspondientes laboratorios y despachos por los que apenas aparecen muchos de los profesores que los ocupan, sin que se sepa a qué ni dónde dedican sus duras e incontables horas de empeño intelectual.

Y si a lo anterior se suma que hay centros universitarios en la práctica totalidad de las ciudades medianas españolas, y que se imparten grados y postgrados duplicados sin que ni siquiera los últimos recortes hayan podido reducir significativamente tales duplicidades entre centros públicos de ciudades, comarcas o regiones contiguas y apenas separadas por un centenar de kilómetros, en el mejor de los casos.

Y si a lo anterior se suma que, pese a los cuantiosos fondos públicos empleados en las plantillas de las instituciones universitarias, en magníficas instalaciones docentes y en valiosas infraestructuras científicas o que pese a la proliferación de centros universitarios privados, en conjunto nuestras universidades públicas y privadas no consiguen destacar salvo por su masiva medianía internacional.

Y si a lo anterior se suma que entre la cincuentena de universidades públicas y la treintena de universidades privadas apenas son unos pocos los centros científicos de vanguardia, o los departamentos en ciencias sociales y humanas que constituyan una referencia internacional o un polo de discusión y creatividad intelectual de calidad y referencia.

Y si a lo anterior se suma que, pese a la unilateral concepción de las universidades como centros de innovación, es del todo insuficiente la transferencia que el sistema productivo español recibe desde las instituciones universitarias y sus investigadores.

Y si a lo anterior sumamos que la idea misma de que es investigación prácticamente se reduce a la producción de textos destinados a publicaciones especializadas estandarizadas, y que dan forma no ya a las exigencias profesionales de las carreras académicas, sino a las biografías intelectuales de sus autores, constreñidos a una producción menor y constante para satisfacer plazos administrativos con efectos curriculares.

Y si a lo anterior se suma que muchas de las universidades privadas y no pocas de las públicas imparten grados y postgrados sin la debida exigencia académica o sin una real y efectiva cualificación del profesorado, convirtiendo los títulos que conceden en productos de mercado que compiten por atraer una demanda poco exigente.

Y si a lo anterior se suma que el sistema de obtención del doctorado hace muchos años que está deteriorado hasta el punto de que no es preciso cometer irregularidad alguna para obtener no ya una buena, sino la máxima calificación mediante investigaciones de calidad mediana cuando no inadmisible.

Y si a todo lo anterior hay que sumar que las universidades han dejado de ser las organizaciones para generar tiempo libre para el estudio, la investigación y la comunicación entre profesores y alumnos; y que los despistados gestores universitarios hacen proliferar sin descanso toda clase de procedimientos, trámites, funciones y responsabilidades de gestión, mientras que a los alumnos se les induce a un activismo precoz e irreflexivo, sin la previa y esforzada formación en las disciplinas más básicas y formativas de sus hábitos intelectuales más decisivos.

Y si a todo lo anterior hay que sumar que los propios profesores ya no se tienen ni aspiran a ser estudiosos doctos en sus saberes y ciencias sino «expertos», es decir, personas que extraen cuanto saben más de la experiencia que del estudio.

Y si a todo lo anterior se suma que la Universidad es una institución incapaz de retener y no prescindir por jubilación de los profesores eminentes que acumulan toda una vida de dedicación brillante a sus especialidades; y lo que es peor todavía, si los propios profesores no quieren permanecer en ella salvo por las razones crematísticas que logran los eméritos.

Entonces, tal vez convenga considerar más atentamente la afirmación marxiana de que su comedia es el síntoma del agotamiento histórico de instituciones y formas de vida, y preguntarse con toda seriedad si no será el caso de la Universidad. Ya mucho antes que el pensador alemán, Cervantes había representado el final del mundo tardomedieval de los caballeros mediante el indulgente humor que merece el desquiciado hidalgo de la triste figura.

Pues bien, hace tiempo que las vocaciones de todos los que quisimos ser profesores universitarios porque aspirábamos a llevar una vida de estudio en instituciones que hicieran posible esa forma de vivir en comunidades de estudiosos e investigadores, parecen merecer, en el mejor de los casos, esa misma sonrisa irónica e indulgente con la que Cervantes narró el final de un modo de vida animado por ideales fuera de tiempo y lugar.

Desde entonces me pregunto si para ser universitario hoy no habría que abandonar la Universidad, e inventar unos lugares e instituciones donde el deseo de saber y de compartirlo a lo largo de toda una vida de estudio se vuelva a hacer simplemente posible. Y me pregunto también si esos lugares no atraerían a los jóvenes capaces de convertir el estudio en el itinerario de una formación más amplia que la necesaria para servir de «comida rápida» a sus empleadores.