En las páginas finales de La Máquina del Tiempo, H. G. Wells revela un amargo pesimismo cultural, convencido de que el conflicto social, la falta de valores y la progresiva deshumanización acrecentada durante milenios de civilización acabarían llevando a la humanidad hacia el desastre.

La devastadora visión del futuro con una raza humana escindida en dos especies diferentes (los antropófagos morlocks, habitantes de las tinieblas; y los apáticos eloi, sus presas) había llevado al viajero a continuar su viaje convertido en huida desesperada, más allá del célebre año de 802.701 contemplando una serie de escenarios tan remotos en el tiempo como inimaginables; un espacio nuevo habitado por artrópodos gigantescos y bestias marinas desconocidas marcado por la total ausencia del hombre, un ser que ya había quedado extinto y olvidado en un punto indefinido y lejano del devenir temporal. El planeta mismo que antaño habitamos y del que nos habíamos enseñoreado con soberbia conocería también su hora final, pues al progresivo agotamiento y extinción de todas las formas de vida animal se habría de sumar el debilitamiento y extinción de la estrella que todavía iluminaba un mundo vacío, terminando así toda presencia de vida sobre la tierra.

He aquí la revelación de la que es portador el viajero del tiempo cuando regresa a su época. Su relato provoca escepticismo, abierta incredulidad entre el auditorio de selectos amigos. Aparentemente el rechazo provoca el preparativo de una segunda expedición para volver con pruebas. Sin embargo, jamás regresa, según refiere el narrador, perdida ya toda esperanza de volver a ver su querido amigo, el temerario viajero que quiso ver más allá de todos los velos del misterio.

A dónde haya podido ir o dónde haya podido perecer el viajero es solo terreno de especulación. Ante el callejón sin salida que es el futuro se le puede suponer viajando al pasado, perdido en el alba de la humanidad, como sugiere el narrador, en la edad de piedra, una era de salvajismo como en el mundo de los morlocks que el viajero acababa de abandonar o incluso en lejanos parajes miocénicos en los que habitaba nuestro lejano pariente el proconsul africanus; o en edades geológicas mucho más antiguas sin nada que permita anticipar, siquiera remotamente, algo que millones de años después pueda ser considerado antepasado del hombre. La mirada del expedicionario se habría hecho completa en su viaje al pasado, alcanzando una especie de omnisciencia, contemplando algo solo reservado a Dios: una mente única frente al pasado, presente y futuro.

Si llevamos a sus últimas consecuencias los temores del narrador resulta sugerente imaginar al viajero del tiempo contemplar los bosques y pantanos cretácicos y elevándose sobre las copas de los árboles las cabezas de tiranosaurios rex agrupados en manadas; o levantar la mirada y contemplar el cielo jurásico surcado de pterodáctilos cayendo en vertical sobre el agua para hundir el pico en bancos de peces. Podría haber paseado sobre ignotas regiones cretácicas, playas y marismas para nosotros largo tiempo extintas, contemplando aún el paso amenazante del baryonyx y su destreza como depredador; o a la masiva, acorazada y sin embargo herbívora presencia del anquilosario. Ansiando algo de paz, orden, equilibrio, quizá siguiera manadas de apatosaurios, estegosaurios y otros pacíficos herbívoros jurásicos, o se trasladara a los bosques de la Antártida cretácica, más templada que en la actualidad, para contemplar grupos sociales de pequeños leaellynasaurios preparándose para la hibernación antes de los largos periodos de oscuridad polar; quizá escucharía en otras regiones el canto emitido por el parasaurolophus o contemplara las evoluciones acuáticas de aquellos ictiosaurios, oftalmosaurios o elasmosaurios, lejanos antepasados de los grandes monstruos marinos antediluvianos a quienes los antiguos llamaron Behemot y Leviatán.

Finalmente puede que nada de esto colmara suficientemente el vacío que le dejara el fracaso total de la especie humana (con todos los modelos culturales, creaciones espirituales y sistemas políticos), una especie que de ama y señora de la Creación quedaba relegada a una condición de excepcionalidad, a un pequeño abrir y cerrar de ojos en la corriente infinita del tiempo. Imaginemos al viajero del tiempo descendiendo más y más aún, a unos lejanos y frondosos bosques de helechos del Carbonífero, o marchar más lejos todavía a los límites cambrianos remotos con apenas una incipiente vida animal sobre la tierra, explorando quizá los desconocidos parajes de Gondwana o navegando con una precaria balsa por el antiquísimo mar de Proto-Tetis a cientos de millones de años de distancia. Tal cosa parece sugerir el desconsolado narrador, presentando la expedición como si fuera una puerta abierta al nihilismo, a la muerte, a la soledad de un mundo carente de la presencia del hombre y sin ninguna huella de su civilización.

Wells supone la accidentalidad de nuestra especie, su carácter parentético y la escasa huella que dejará en el planeta. Puede que de haber escrito en los años del debate y acuñación del término ´Antropoceno´ hubiera hecho visible una huella humana más profunda, con metales pesados, pesticidas o radiación presentes en los seres supervivientes a la desaparición del hombre; fragmentos de plástico dispersos por la orografía desconocida de una tectónica de placas nueva e inesperada. Pero en lo sustancial nada hubiera cambiado el resultante de la constante huida hacia atrás del viajero en su búsqueda del primer día de la Creación, en un mundo en que la tierra y el agua apenas se hubieran separado. Quizá entonces, tras un viaje de millones de años, el viajero podría pasear sobre una masa de piedra pangeática a orillas de las aguas primordiales del primer océano de la Tierra.

Aquí por fin, se detendría exhausto, presumiblemente enfermo por algún patógeno desconocido, para morir. Puede que su cuerpo, si queda fosilizado junto a los restos de su vehículo, depare inexplicables sorpresas a futuros paleontólogos que no han nacido aún y que tendrán que exponer tan desconcertante hallazgo a eruditas generaciones de científicos cuyos elaborados conocimientos no alcanzarán para salvar a la humanidad.