Ha resultado emocionante. Una alegría inédita haber asistido, por primera vez desde que tengo memoria, y en algo que no sea el agua, al consenso, a un gran acuerdo entre la derecha y la izquierda murcianas en torno a un asunto vertebral, necesario, cardinal: dejar sin ferrocarril a las más de cien mil personas que habitan en las tierras incógnitas de las comarcas prebéticas. En eso que desde la murcianidad más acendrada bautizaron al principio de la Transición como el Noroeste, capital Caravaca, a la que se unía toda su comarca natural, desde La Puebla de don Fadrique, Huéscar y Topares, hasta Sócovos, Nerpio, Santiago de la Espada o Calasparra. En fin, esa especie de Kurdistán del Sureste dividido en cinco provincias y tres naciones autónomicas, más la Casa de mi Abuela que es la nación soberana donde reina, parapetado contra la estupidez, mi hermano José Alfonso.

Durante más de 150 años, desde 1865, los habitantes de aquellas lejanas tierras tomaron el tren en la estación de Calasparra. Ahora dejarán de tomarlo y sólo pasarán a tomar por saco. Claro que se trataba de unos pobretes, campesinos de secano y pastores mayormente, a los que tampoco les ha de suponer un grave quebranto quedarse sin ferrocarril. ¿Para qué quieren ellos viajar a Madrid, a Barcelona, al Mundo? Así serán completamente felices, sin contacto con el perverso neoliberalismo ni las casas de vicio y lenocinio que les esperan en las grandes ciudades.

Todo se debe a una medida inaplazable, de nombre 'Variante de Camarillas', la cual acorta en veinte minutos el viaje en tren desde Cartagena y Murcia hasta Madrid. La derecha ya tenía previsto, en la práctica, el cierre de la estación tras haber pactado un AVE Murcia-San Petersburgo-Madrid, que nos dejaba al resto para los restos. Y luego se le sumó la izquierda, tan solidaria, tan luchadora, tan partidaria de la variante de Camarillas, aunque deje a los pobres 'kurdos' en su curda paradisiaca y sin tren. Ni una palabra, ni una pancarta, ni una manifestación para defender algo que no fueran sus exclusivos intereses y los de su barrio. Por ejemplo, para que la 'solución Camarillas', mil veces esgrimida por ellos durante meses, no dejara sin tren a 100.000 desgraciados que, además, ni siquiera saben qué pijo es un paparajote, lo que los convierte en reos de lesa murcianía. Ya sabemos que cierta izquierda practica esa vieja máxima de que la solidaridad bien entendida empieza por uno mismo.

Hace pocos días se largaron todos a Madrid en el nuevo tren. Los diarios informaban del gran evento: Murcia se conecta, titulaba nuestro periódico. Y nunca un titular fue tan preciso. En efecto, se conecta Murcia (y Cartagena), pero a los demás que nos vayan dando. No sé qué sentirían el bramante líder de las masas soterrantes, el señor Contreras, y el representante del Vaticano que siempre le acompaña, más el gobernador socialista Conesa y resto de prendas, cuando vieran que su velocísimo tren no sólo no para ya en Calasparra, sino que ni siquiera lo hace en Cieza o Hellín (claro que Hellín es de otra nación, que se joda). Supongo que llorarían de solidaridad ante tamaña injusticia.

Como supongo que también esperaban su paso, enhiestos, heroicos, los alcaldes de Calasparra, Caravaca, Cehegín y Moratalla para manifestar su repulsa. Me dicen, sin embargo, que no había nadie. Sólo un aire de melancolía, la estación de Bienvenido Mr. Marshall en la que ya no paran los trenes y por la que pronto ni siquiera pasarán: un poblado de western polvoriento, el olvido.