Francisco Bernabé, ahora senador del Reino, ha calificado de 'tren de la vergüenza' al híbrido de ida y vuelta que el pasado lunes inauguró una nueva línea con Madrid que acorta el viaje en media hora respecto a los Altaria convencionales. La expresión está bien traída, pero mal localizada. Porque convendría invitar a Bernabé a que alguna vez usara el auténtico tren de la vergüenza, el que une Murcia con Águilas. Hubo un tiempo en que esa línea estuvo bajo su responsabilidad, pues fue consejero de Fomento (y de Transportes), y no tenía excusa, pues lo era de un Gobierno regional del PP a la par que en la Moncloa dormía (o dormitaba, que no es lo mismo) un presidente de ese mismo partido. Pero no consta que Bernabé hiciera inspección alguna en esa línea, y menos que se atreviera a viajar a través de ella.

Yo tomé ese tren el pasado sábado. Puedo atribuirme mérito, pues no era la primera ni la segunda ni la tercera vez que lo hacía. Pero en cada ocasión que compro ese billete me siento como el hombre de Camel, un aventurero decido a cazar jirafas o en su defecto a sobrevivir a la experiencia para contarla a los nietos que no tendré. La estación del Carmen, en obras eternas (¿para qué, si en teoría pronto la van a reconvertir de pleno?), ya anuncia que iniciamos un periplo africano. Llevan tanto tiempo haciendo no sé qué, que la impresión es que están buscando un tesoro y no lo encuentran.

Entre Murcia y Lorca, todo normal, aunque nunca puedo evitar recordar lo que me dijo una vez un alcalde de la Ciudad del Sol: «¿Has venido en tren? Nunca lo harías si supieras lo que yo sé sobre el estado de esas vías». Preferí no preguntar lo que aquel alcalde sabía, porque es una línea que debo usar con cierta frecuencia y prefiero viajar en paz.

De Lorca, a Almendricos, y de Almendricos a Puerto Lumbreras. La parada está en El Esparragal, pero muy lejos del Esparragal y más lejos de Puerto Lumbreras. Si vas a este pueblo, es inevitable pedir un taxi, si lo hay, o llamar a algún amigo, si lo tienes, para que te recoja. El tren te deja en el centro de la nada y muy lejos de todo. Al parecer, un cacique local que era propietario de una empresa de autobuses utilizó sus influencias políticas para que el tren se estacionara lejos de la localidad y no compitiera con su negocio. Hasta hoy.

Y después, a Pulpí. Esta parada me gusta, porque es una localidad almeriense (la natal del actual ministro de Cultura), aunque por lógica debiera ser murciana (lo es de hecho, ya que la población mantiene relaciones comerciales con Lorca, y los jóvenes suelen matricularse en la Universidad de Murcia, dando sentido a la definición de Horacio Capel, que tituló a Lorca como capital subregional); digo que me gusta pasar por Pulpí porque a esta línea, Murcia-Águilas, le da un toque extrarregional, mundano. Vas a Águilas y puedes presumir de haber pasado por Almería.

Y seguimos. A paso de tortuga, hay que decir. El paisaje es muy bonito, eso sí, un regalo si a lo que vas es a descubrir paisajes. En algún tramo dan ganas de bajarse para empujar el tren. Te sale la vena campesina: ¡Arre, arre...! Mientras subes la montaña desde cuya cresta verás el mar tienes la sensación de ir en avión, pues es un medio en el que no se advierte la sensación de movimiento. Es mejor, además, no mirar por la ventanilla, pues, en efecto, parece que vas volando, suspendido sobre terraplenes. El tren es una hormiguita, tanto que a veces se para en seco, como si hubiera encontrado un grano de trigo y tuviera que cargarlo al paso.

En ese tramo es cuando piensas en el establecimiento murciano, tan ofendido porque el Ave va a llegar a Murcia con años de retraso sobre lo que los propagandistas electorales anunciaron sin respaldo alguno. Ayer se quejaba el presidente de la Comunidad: «El Ave que debió llegar en 2012, llegará en 2020». ¿Quién gobernaba en Murcia y en España en 2012? ¿Por qué no llegó entonces el Ave? Enfín, que la Región se hundirá si el Ave llega en 2020. Qué dolor. Y mientras tanto ¿qué pasa con los trenes de cercanías, los que usa solo la gente corriente? Las vías, los vagones, las máquinas parecen sacados de una roadmovie cubana. Todo muy romántico. Y también enormemente irritante, cabreante, a punto de estimular entre los viajeros la jerga de Willy Toledo, en este caso con circunstancia y rigor.

Llegamos a Jaravía, en la cumbre de la montaña penosamente escalada. Un nombre maravilloso para un pueblo, si lo hubiera. Y después, ya a la entrada de Águilas, El Labradorcico, y enseguida, Águilas ciudad. Ufff. Fin de trayecto. Menos mal que el libro elegido para el viaje es buenísimo: Qué mundo tan maravilloso, de Lola López Mondéjar. Fantástico título a la par que paradójico para la experiencia.

Dos horas para llegar a Águilas desde la capital, poco menos que el tiempo que tarda el híbrido en alcanzar Madrid. ¿Quién, en esta Región, ha establecido las prioridades? ¿Qué tren merece ser calificado como una vergüenza? Estimado Bernabé, debe usted viajar más. Aunque sea dentro de su propia Región.