Escribo este artículo a diez mil metros de altitud, en el avión que me lleva a Buenos Aires, y ni siquiera a esta altura veo claro. Mientras esperaba el avión, he leído toda la prensa que he podido. Llevo varios días haciéndolo. Pero ni un solo artículo ha dejado de inspirarme confusión, preguntas, inquietudes, perturbación. Antes no pasaba así. Marchabas de España y como por arte de magia empezabas a ver claro. Siempre había otro punto desde donde mirar y hacer pie. Ya no. Puede que exista un horizonte normativo al que atenerse, pero ha dejado de ser evidente y no parece contar con valedores solventes. En todo caso, hacerlo valer en la actualidad comienza a ser un esfuerzo heroico. Un poco a eso sonaba la voz de Errejón, el viernes pasado, en RNE. En verdad, nadie pudo arrancarle una palabra resentida, herida, confusa, en el momento en el que el tiempo le da razón. Poner las instituciones al servicio de los que necesitan protección, apoyo, atención. Eso es lo único que salió de su boca. Y cierta discreta alegría.

Ese horizonte, tan sencillo, parece que otros deban buscarlo, como decía Kierkegaard con amarga ironía, a mil leguas submarinas. Que algo tan claro, actuar con la idea puesta en la formación de un pueblo, no en su división, no cale en nuestros políticos, sugiere que no tienen idea de lo que se avecina. Esa sensación de que lo más necesario cada día parece menos probable es letal y hay que vencerla. ¿Ha sido esa sensación la que ha llevado a Doménech a tirar la toalla? Quizá. En todo caso, su abandono de la política es un mazazo para el proyecto histórico de Podemos y un obstáculo adicional para el futuro de Cataluña. Muestra la dificultad de que los mejores se queden en política. En realidad, muestra la improbabilidad del ideario republicano. Este se basa en atender a la vez al cuidado de sí y al cuidado de otros. Ambas cosas a la vez sólo son viables en una vida política bien constituida. La nuestra no lo es. Su violencia, su fronda, su estéril frenesí, casi fuerza a los actores a perder toda serenidad, a diluir su intimidad, a destruir sus relaciones estructurales de convivencia, esas sobre las que se edifican la confianza y la fidelidad, las que hacen que los seres humanos dispongan de una fibra moral rigurosa. Sin reconocer eso que debe ser cuidado en cada uno, ¿cómo gozar de ecuanimidad? ¿Y sin ecuanimidad, cómo cuidar de los otros o escucharlos?

Doménech lo ha dicho con claridad. Nos ha recordado que la fiabilidad es un continuo, como la creatividad. Su despedida es, desde este punto de vista, una lección que no nos ha sorprendido a los que vimos en él un espíritu honesto. Ha dicho no sólo que sin hacer pie en sus relaciones íntimas no puede cuidar de la cosa pública, sino que no puede tener ideas nuevas y creativas. Al exigir que otros pasen a las trincheras es optimista en exceso, porque no será fácil encontrar una persona de su calidad. Lo más seguro es que el vacío agite las aguas y pronto aparezcan los oportunistas. Sin embargo, al reclamar alguien con ideas frescas viene a caracterizar un estado de cosas general. La política española no tiene ideas y de asumir ese criterio más de la mitad de los políticos deberían pedir el relevo. Por no hablar de esos otros, como Casado, que van a buscarlas cerca del canciller austríaco, el mismo que ahora quiere reabrir las heridas históricas entre Austria e Italia.

En esta situación puede crecer lo peor. No lo es ciertamente, pero se le parece, ese trabajo en el que Manuel Monereo y Julio Anguita han salido a la defensa de Salvini y su política, argumentado que su política no es tan detestable, pues incorpora medidas que ellos juzgan ejemplares. El carácter ejemplar de la dimisión de Doménech emerge cuando contrastamos su gesto con el de estos amigos. Ahí están, aspirantes a un protagonismo eterno. Da igual que tengan ideas nuevas o que se apunten al carro de las que van ganando. Da igual que estas y las anteriores apenas tengan nada que ver. ¿Hemos de recordar cierto artículo de Monereo sobre traiciones al líder Iglesias? ¿Hemos de recordar la defensa de la esencia del comunismo? Dejémoslo. Ahora, no se sabe en nombre de qué quieren hacernos creer que Salvini quizá no sea tan malo para la democracia. Y eso porque propone alguna medida parcial afín con su sentido de las cosas, sin poner reparo en que las pueda impulsar con un poder ganado y conquistado con una palabrería brutal e indecente.

Los hombres carentes de todo sentido republicano de la política jamás dimiten. Huelen de nuevo la crisis y se preparan para atizar novedades. Creyeron que Podemos podría ser su nueva oportunidad, pero a las pocas horas de que Iglesias y Sánchez publiquen su disposición al pacto y a la cogobernación, ellos reemergen esgrimiendo un nacional-comunismo irredento inspirado en un personaje siniestro de la peor derecha. Se van los mejores, pero siempre quedan los otros. Y sin embargo, el país no está para estas aventuras. Si alguien quiere saber para qué está, que entre en la crónica de La Vanguardia sobre los convergentes que, liderados por Germà Gordó, anuncian que no acudirán a la Crida por la República de Puigdemont. Que lea los comentarios. No tendrá que ir muy abajo. Pronto verá uno que, después de denunciar a Gordó por corrupto, le avisa de que lo están vigilando, a él, a su mujer y sus hijos, hasta sus nietos, y que para todos ellos lo mejor es el calibre 22. En La Vanguardia. Públicamente.

Tiempos peligrosos, estos. Lo dijo Obama los otros días, cuando se avino a entrar en campaña en las legislativas de otoño en Estados Unidos. Con tino dijo que Trump no es la causa de lo que está pasando en su país, sino el síntoma. Los reportajes habituales no han recogido si Obama llegó a precisar cuál le parece la causa real. Quizá se refería a la falta de valentía del Partido Republicano. El alto cargo que denuncia la locura en la que se ha convertido la Casa Blanca ha dicho que la causa es la amoralidad del presidente. No se necesita ser un alto funcionario para decir lo que todo el mundo sabe. Pero tampoco esa es la causa de la que hablaba Obama. Que las gentes de Estados Unidos pongan su confianza en un tipo enloquecido, sin el menor cuidado de sí, impúdicamente desleal, ese es el síntoma que debe ser estudiado, o que la muerte de un hombre produzca una muta de caza al extranjero en Sajonia. Esa brutalidad es lo que hay detrás del síntoma. Pero ella tampoco es la causa. Es sólo la ocasión para la desinhibición de actitudes que emergen cuando la realidad comienza a mostrar por doquier un aspecto siniestro.

La causa se llama miedo al futuro y surge de la comprensión de una profunda inestabilidad. Los emigrantes son también un síntoma, no una causa. La verdad está en otro sitio. En nuestra profunda conciencia de debilidad, quizá en la secreta conciencia de la fragilidad de nuestro orden económico, en la conciencia de que solo se puede sostener con el sufrimiento de mucha gente. Este paso a la defensiva de la debilidad exige dejar atrás los viejos límites y revestirse de brutalidad. Lo de menos es el motivo que congrega. Lo decisivo es mostrar que se está dispuesto a dichos y hechos brutales. Es el nuevo emblema, una forma de reconocerse. Casi hemos olvidado que un pueblo decente y unido para evitar sufrimientos también es un fuerte muro contra el miedo. Quizá todavía hay tiempo para luchar por eso.

Mas no te adormezcas, lector, que a ti y a mi nos llaman para vencer a la razón de Estado con el estado de la Razón.