Están por las calles de todas las ciudades, bullangueros. Grupos de chicos, grupos de chicas, vestidos con los más disparatados disfraces, semidesnudos a veces, con complementos soeces otras. Llevan sus cabezas adornadas con orejas de fieltro de conejita de Playboy, con cuernos de diablo, con falos de goma. Gritan. Les acompañan ruidosas comparsas, batucadas, simplificadas bandas de música; vociferan. Parece que se divierten, y van sobrepasados de alcohol.

En los packs que ofertan las empresas de despedida de solteros que abundan en las redes se ofrecen boys o stripper con derecho, a menudo, a sexo, esto último rebajado si se compra el paquete completo. Algunas ciudades han prohibido que los grupos de despedida de soltero deambulen por sus calles con su zafia representación de una sexualidad vulgar a cuestas. Algunos locales les prohíben la entrada. Los hemos visto llegar a una terraza y provocar el disgusto masivo de los clientes de los bares que reposaban allí, molestos por el ruido insufrible. No escandaliza su sexualidad sino su falta de estética. Su orgullosa chabacanería.

La tradicional despedida de soltero, masculina, se ha extendido a las prácticas de las mujeres, que han copiado el baile de la stripper sustituyéndolo por el del boy, han imitado la hipersexualización de la fiesta, su ramplona representación de la vida de pareja como una cárcel.

Las mujeres, y esto es lo más preocupante, no han sabido crear un rito diferente que las distinga del que inventaron los hombres para ¿festejar? este momento biográfico. No han sabido crear una alternativa a esta celebración y su cortejo de prostitución y de exaltación de la sexualidad más prosaica. Una sexualidad que, por supuesto, ni siquiera se inaugura ahora con la boda como sucedía entonces: las parejas se casan cuando ya se conocen íntimamente desde mucho tiempo atrás. Pero, ¿existe acaso en estos momentos algo que podamos llamar una vida sexual íntima?

¿De qué se despiden quienes se casan hoy?

Al parecer, el rito es un lamento por la libertad sexual que van a perder y, en su duelo, lanzan su simbólica 'última cana al aire', usando una expresión obsoleta como obsoleta es la fiesta misma, y algunos compran sexo para esa noche 'especial'. Como si la vida en pareja en la que van a entrar estuviese exenta de diversión, de libertad.

Abordar un discurso contra los excesos en estas prácticas puede parecer moralista, y no es sino un llamado a nuevas formas de relación afectivo-sexual entre hombres y mujeres. A menudo no nos detenemos en lo que significan estos ritos. La opinión pública los banaliza, los naturaliza como también hace con la costumbre de arrojar una cabra de un campanario durante las fiestas patronales. Nadie parece advertir su significación, somos condescendientes con ellos. Pero ¿cómo afrontan la pareja que estrenan quienes así se despiden de la vida 'de solteros'? ¿con una mentira? ¿Les dicen a sus futuros maridos o mujeres que flirtearon o se acostaron con el boy o la stripper de turno, o se da por hecho?

Desgraciadamente, las jóvenes han adoptado estas prácticas como propias, ¿es esa la representación que ellas también quieren de su sexualidad, la fantasía de pareja que les inspira?

La progresiva masculinización de las mujeres las ha llevado a adoptar conductas antes exclusivas de los hombres sin interrogarlas previamente, como si la lucha por la igualdad no fuera un camino hacia un cambio de modelo de relaciones entre los sexos, sino la copia exacta del modelo masculino, sin cuestionarlo, sin desbrozar lo que tiene de negativo. Para muchas jóvenes sin demasiada formación feminista, o con una educación patriarcal que no han cuestionado, ni de la que se han sabido distanciar, la igualdad entre los sexos consiste en reproducir los mismos comportamientos que el patriarcado asignó a los hombres y convertirse en meros clones de ellos. Lo vemos por doquier en los modos de conducir agresivos, en una libertad sexual que coloca a las jóvenes en desventaja pues, aunque ellas crean que están siendo mujeres liberadas, las chicas tienen más riesgos en las aventuras de una noche que los chicos, además de menos posibilidades de encontrar un intercambio íntimo y de alcanzar un orgasmo. Lo vemos en una competitividad violenta que se afianza en distintos ámbitos sociales y laborales, que cosifica al otro y lo instrumentaliza; lo observamos, entre otros muchos ejemplos más, en las zafias despedidas de soltero.

No nos vamos a cansar de repetirlo: o incorporamos a la lucha por la igualdad lo mejor que la diferencia de género patriarcal colocó en las mujeres: el cuidado del otro, la atención a las necesidades afectivas y no solo sexuales, la capacidad de establecer vínculos íntimos, una educación más discreta y menos ostentosa, más respetuosa con los espacios que compartimos con los otros (pensemos en el mansplaining, la explicación paternalista que ofrecen algunos hombres a las mujeres sin que éstas se lo soliciten; o en el manspreading, la costumbre, también de los hombres, de ocupar el doble de espacio en los asientos que compartimos); o incorporamos estas 'bondades' que la diferencia entre los géneros nos asignó y que, insistimos, no son esenciales de un género u otro ya que podrían aprenderse y universalizarse como, desgraciadamente, lo están haciendo las que denunciamos aquí, o las relaciones humanas, y no solo entre los sexos, serán cada vez más toscas, más descuidadas, inciertas y embrutecidas.

La revolución feminista no se hizo para alcanzar una igualdad a la baja, sino para cambiar la sociedad hacia formas más humanas de relacionarnos, más educadas y consideradas con los demás, menos invasivas de los espacios públicos y privados.

La universalización del mal gusto y la vulgaridad de las despedidas de soltero a las de soltera son un síntoma de lo que puede avecinarse. Si las mujeres nos limitamos a repetir los ritos patriarcales y no a crear formas nuevas, a inventar celebraciones distintas, nos encontraremos con un patriarcado elevado al cubo. Con una sociedad más fea.