Es sabido que a principios del siglo XIX el prusiano Clausewitz definió la guerra como la continuación de la política por otros medios. Mucho me temo que últimamente en España la política parece haberse convertido en la continuación de la guerra por otros medios. Ciertamente, el desfondamiento de la política no es un fenómeno exclusivo de nuestro país, porque también parece que para Trump la política es una continuación del negocio por otros medios, o que para Putin es la continuación por otros medios de un zarismo postsoviético. Sin embargo, si la instrumentalización de la guerra con fines políticos es siniestra, la instrumentalización de la política para perpetuar enfrentamientos que originaron guerras es insidiosa.

Nuestra situación es incluso un punto peor que todo eso, porque hemos llegado al extremo de ufanarnos de hacerlo y pretender legitimar las propias posiciones y proyectos políticos por sus antecedentes bélicos, supuestamente heroicos. Es posible que a estas alturas el lector no sepa si me refiero al independentismo vasco y sus nostálgicas complicidades etarras, al independentismo catalán y su empeño en conseguir lo que supuestamente se perdió en 1714, al afán de cierta izquierda revisionista de la transición y empeñada en un ajuste de cuentas sine die, o de cierta derecha empeñada en utilizar la transición como foto fija de la historia española.

Y es que la concepción de la política como la continuación por otros medios de guerras perdidas (o ganadas), se ha convertido en un paradigma transversal para conseguir la capitalización política de victimarios bélicos, una vez reinterpretados ideológicamente con un romanticismo de ordinario poco escrupuloso, pero propenso a darse lametones en las heridas o en las medallas.

Se sabe que una posición política se ha depravado en un sucedáneo de la guerra cuando pretende que los adversarios políticos son por sistema indecentes y están animados de indeseables y malas intenciones. De ahí a tomarlos por enemigos y convertirlos antes o después en criminales hay poco camino que recorrer. Los que rotulan en castellano o retiran lazos en Cataluña, las familias y los agentes de las fuerzas de seguridad en el País Vasco, o los combatientes del 'otro' bando en nuestra feroz Guerra Civil, nos permiten identificar la depravación de la política que padecemos.

El hecho de que los terroristas vascos y los políticos catalanes procesados se postulen como presos políticos no es más que el intento de presentar la democracia española como un sistema fascistoide que convierte los adversarios en criminales. Y torpemente cómplices con ellos, actúan quienes les dan oxígeno al no dejar margen político a proyectos políticos que desbordan el marco legal actual, o, todavía peor, los que pretenden ilegalizar la mera defensa política de las pretensiones separatistas. Lo cierto es que nada refuta tan incontestablemente sus aspiraciones al victimismo de políticos convertidos en criminales, como el que sean ellos los que gobiernan las policías autonómicas, los presupuestos y los medios de comunicación públicos, y hasta las cárceles en las que están encerrados sus supuestos presos políticos. Se sabe que un político merece ser tomado por criminal cuando puede defender por medios pacíficos y hasta gobernar en el marco legal del que se pretende una víctima.

Todo lo anterior no es una oda a un neutralismo incoloro para lograr una posición por encima de todas las demás. Al contrario, se trata de la reivindicación de un independentismo o de un españolismo político, y de un conservadurismo o un progresismo capaces de no criminalizar a los adversarios y de no tomarlos por enemigos.

El historiador Jhon Keegan, en su instructiva Historia de la guerra, dice que un hombre civilizado es aquel que ha descubierto algo más estimulante que la guerra. Pues bien, se podría decir que un hombre culto es el que ha descubierto en la política algo más excitante que la prosecución de la guerra por otros medios: que el debate bienintencionado y tan inteligente como sea posible es más estimulante que el hostigamiento del enemigo, aunque sea con las manos atadas a la espalda.

La política no es la consecución por medios pacíficos de lo que se podría lograr mediante las guerras, como parecen creer muchos independentistas y no pocos melancólicos de aquella horrenda guerra nuestra. Eso es algo, pero es poco, muy poco y apenas soterra la violencia sin poder sofocarla. Todos ellos forman parte de la improvisada hueste del errático Schmitt y de su teoría de que la política empieza mediante la identificación del enemigo, que tantas afinidades le ganó entre los revolucionarios y violentos de un extremo y el otro.

Es mejor tomar del jurista alemán su visión del contendiente bélico como 'justo enemigo', es decir, como alguien a quien se quiere vencer sin aniquilarlo, al tiempo que se le reconoce su derecho a intentar lo mismo. El justo enemigo es en realidad solo un adversario en un conflicto donde los contendientes renuncian a definir al otro como criminal, al menos por la sola defensa de sus ideas. La política entre quienes se reconocen el derecho a discrepar incluso en lo fundamental puede dar lugar a victorias y derrotas que, no obstante, no lo son hasta que se verifican con un pacto en que vencedor y vencido se reconocen como tales, y se imponen condiciones que permiten no volver a empezar las hostilidades, al menos de inmediato.

No hay victoria por mayoritaria que sea, que pueda seguir llamándose democrática si no tiene muy en cuenta la opinión de los perdedores, tal y como es propio en las victorias bélicas. Tampoco es posible cerrar la discusión pública y las distintas interpretaciones de los hechos mediante dictámenes sobre la verdad a cargo de comisiones que trabajan a comisión del que las crea. La verdad es objeto de litigio y discusión pública, y quienes sostienen lo contrario a lo que pensamos no son más que adversarios que no podemos convertir en criminales, ni siquiera en el caso de una mendacidad obstinada.

Pretender que nuestras discordias sean objeto de una verdad unidireccional e indiscutible bajo pena criminal es, ciertamente, hacer de la política la prosecución de la guerra por otros medios.