La música de Frank Sinatra adornó el pasado domingo el acto cultural celebrado en la antigua prisión provincial de Murcia, décadas después de su cierre definitivo, como antesala de su nueva vida, una vez remodelado el edificio y destinado a otro fin más humano. También se escucharon, a través de excelentes artistas, acordes de John Lennon, Andrea Bochelli, Edith Piaf, arias de ópera, de zarzuela y hasta el Himno a la alegría de Miguel Ríos.

Como la cultura nunca ofende, en un acto histórico y lleno de significado como este resultaba un recurso espléndido. Su opuesto, la barbarie, envenenó durante demasiado tiempo y en grado extremo el aire de este edificio, recordado como lugar oscuro, lúgubre, insano. Por esta razón, se percibía este evento como la ocasión para abrir una puerta hacia el futuro. Lamentablemente, ni una palabra para conmemorar un momento tan transcendental.

El alcalde de Murcia, José Ballesta, tiene el hábito de incidir cuando inaugura cualquier tipo de acto social en una constante reivindicación de nuestra tierra y sus hijos, alentando siempre nuestros valores, nuestra actitud cívica, nuestras costumbres. Pero insiste a la vez (en demasía, a mi parecer) en achacarnos lo que él llama una especie de complejo de inferioridad o baja autoestima. Y no olvida nunca alertarnos ante quienes quieren robar nuestras tradiciones. Estos condimentos no han de faltar nunca ante eventos en torno a la Fuensanta o los grupos festeros; ante la exaltación de la huerta o el Cabildo de cofradías; en el pregón de la Feria o en la entrega de premios escolares.

Pues esa reivindicación ética faltó entre los muros donde cientos de murcianos fueron represaliados por un régimen golpista fascista, condenados por su fidelidad al gobierno legalmente establecido en el marco de un Estado de Derecho. Su testimonio de adhesión a un sistema democrático de libertades y derechos, traicionado por los sublevados franquistas, no debe formar parte del ADN murciano, según se desprende del silencio institucional.

Qué oportunidad tan importante y tan mal resuelta por Ballesta. Qué inoportuno, quizá, para algunos reconocer que no sufrían complejo de inferioridad ni baja autoestima los murcianos víctimas del terror, del odio, de las delaciones, del saqueo, sino todo lo contrario, pues afrontaron con sufrimiento y dignidad su compromiso. Qué triste no querer avanzar en el respeto a la historia y a la memoria de quienes, con sus familias, pagaron un precio tan alto por conservar lo que hoy llamamos democracia, libertades, derechos.

Y qué buen momento ha desaprovechado el señor Ballesta para contestar a los cérvidos que apenas dos días antes dañaron el monolito en memoria de los 87 deportados murcianos en campos de concentración nazis. Entre ellos, los hermanos Martínez Buendía, de Barqueros, fallecidos en el campo de Gusen, en un plazo de 26 días. O José Bernabé Sánchez, de Cabezo de Torres, gaseado en Hartheim; como José Oliva Oliva, de Zeneta. Las palabras del alcalde de Murcia eran más necesarias que nunca en ese momento y lugar para dar un golpe de autoridad frente a los incívicos. Pero Ballesta no acudió, estando presente.

La cárcel vieja, una vez restaurada, podrá albergar usos de distinto tipo: cultural, social, lúdico, intelectual, artístico,? Todos deben formar parte de su actividad futura. Y, al mismo tiempo, la historia de ese lugar, el testimonio de la libertad fusilada, debe contar con un espacio propio en el nuevo proyecto, lejos de reproducir mausoleos, capillas lúgubres, ni homenajes al dolor.

Durante las recepciones celebradas en el salón de Plenos, Ballesta invita a los presentes a sentir el mismo aire que respiraron nuestros antepasados. En el pregón de la Feria, como parte de esa alocución a nuestras raíces, nuestro alcalde dibujaba Murcia refiriéndose a «la carnalidad del aire en nuestra ciudad». Por desgracia, no quiso sentir la carne en el aire de la cárcel. Se mantuvo callado. Y todo fue, como manda Frank Sinatra, a su manera.