El tema más fascinante que ha ocupado siempre la mente de cualquier hombre es el tiempo, la percepción del tiempo y las implicaciones filosóficas, éticas o estéticas que de su inasible esencia derivan. Vivir es permanecer en el tiempo. Morir consiste en rebasarlo para instalarse en una suerte de Eternidad, en un no-tiempo. Pensar y ser no son sino estados que acontecen de manera sucesiva, marcados por algo que hemos decidido llamar 'Tiempo' y que quizá no exista fuera de nosotros.

El tiempo ha sido medido, traducido mediante fórmulas matemáticas y convertido en una variable más a tener en cuenta en problemas y cálculos. Después de muchos años de ser contemplado como una categoría absoluta, Einstein lo entendió como una sustancia relativa. De esta concepción, quizá la más intrigante y productiva en cuanto a apropiaciones artísticas se refiere, se ha logrado extraer gran cantidad de hallazgos, en relatos, películas y obras artísticas de diversas índoles.

Si el tiempo no es una masa invariable a la que estamos sometidos, si el discurrir de los días y las noches no opera igual aquí que en un punto lejano de la galaxia, en tu mente y en la mía, en el sueño o en la vigilia, ¿no es cierto que la sensación de realidad, asimismo, es también de algún modo cuestionable? ¿No es mucho más fácil imaginar y creer que todo cuanto nos rodea no es sino una visión subjetiva, capaz de esfumarse, una nube de humo, al fin y al cabo? El tiempo occidental ya ha dejado de ser una línea recta e invariable. Ahora, la vida transcurre en multitud de direcciones, es un rizoma.

Borges, gran poeta de la filosofía mágica, escribió un breve relato titulado El milagro secreto. En él se cuenta la historia de un escritor condenado a muerte. En el instante anterior a su ejecución pide a dios 'tiempo' para componer su obra inconclusa: Los enemigos. Dios le escucha y le concede un 'tiempo' privado, mental y separado del tiempo cotidiano para que su drama pueda ser culminado. El tiempo ha sido detenido, hurtado de la realidad externa y de su transcurso ordinario. En la mente de Hladík ha transcurrido el año, el tiempo necesario para ejecutar su obra, mientras que el tiempo externo tan solo ha recorrido unos segundos.

Su amigo Adolfo Bioy Casares también fue seducido por esta paradoja temporal y catalizó la idea mediante un cuento sublime titulado El perjurio de la nieve. Aquí introduce Bioy Casares la historia de una familia, cuyo patriarca impone 'una vida escrupulosamente repetitiva, para que en su casa no pasara el tiempo'. Establece un ritual para abolir la tiranía del tiempo. Con la creencia atroz de que la inmovilidad, la repetición y las simetrías de los días y las noches podrían eludir la llegada de la muerte, el avance de las enfermedades y la vejez. Repetir un gesto, piensa él, ¿no lo hace eterno?

¿No hacemos todos en realidad algo parecido? ¿No nos sometemos a rituales que en su repetición -como patética imitación de la eternidad- nos ofrecen la vana ilusión de permanecer encallados en el pasado? ¿No es quizá la tradición una de las formas que tiene la memoria de arrebatarle al olvido su cuota de muerte, de extinción?

La literatura es en este sentido una liturgia contra la muerte, un acto de gran fuerza que pretende catalizar recuerdos y memoria. Como la pintura, como la partitura de una música. La literatura es en definitiva la fijación de una escena atemporal en un espacio que está más allá del autor y al que es capaz de acceder el lector. Visitar un pasaje nos convierte en viajeros de un tiempo detenido. La literatura, como la muerte, transcurre en un no-tiempo.

Quizá tanto el lector, los personajes y el autor en algún instante mágico y compartido somos eternos.