Francisco lo tiene muy difícil. También sus colaboradores. No digamos el resto de los católicos a lo largo y ancho de todo el planeta. ¿Por qué ha pasado lo que ha pasado con los casos de pederastia y del resto de abusos ligados al sexo con menores en la Iglesia católica en los últimos decenios? ¿Por qué la institución ocultó esos hechos, no puso a los agresores en manos de la justicia terrenal (además de la divina, que a veces parece demasiado laxa visto lo visto) y reparó a las víctimas con la acogida, la escucha y el apoyo sin fisuras, amen de otro tipo de desagravios?

Ya sé que generalizar no es bueno, que hay que analizar caso por caso y que siempre hay personas y colectivos que tratan de aprovecharse de las circunstancias. Pero no valen medias tintas ni excusas. Houston, tenemos un problema. Ya está bien de buenas palabras e intenciones, porque nos enfrentamos a una de las claves que marcan la relación entre dos partes: la confianza. Cuando ella falla, falla todo. De nada sirven las promesas, los propósitos, las intenciones. Porque para recuperarla hay que demostrar con hechos que se asumen responsabilidades, con nombres y apellidos, con decisiones, con normas que regirán los pasos a dar para futuras situaciones.

El cóctel de machismo, clericalismo y autoritarismo que se da en la Iglesia, aderezado con el celibato obligatorio, está en el origen de una inmensa mayoría de los abusos cometidos a lo largo del tiempo por sacerdotes y religiosos sobre niños y jóvenes. Todo ello desde una posición de poder que es la que ha permitido actuar con el práctico convencimiento de la impunidad ante los delitos cometidos, impunidad que otorga una mal entendida autoridad moral. Si a eso se le suma el oscurantismo eclesial a la hora afrontar los hechos que le llegaban es fácil entender que estemos en un callejón sin salida.

Como en la vida cotidiana, por ejemplo, en las relaciones de pareja, pretender ocultar o negar la realidad a la hora de abordar una crisis no implica que no sean reales los problemas. Como el hecho de cerrarse en banda a esconder asuntos espinosos no es exclusivo en la Iglesia, puesto que en multitud de ocasiones hay instituciones que, cual avestruces, pretenden convencerse (y convencer al resto de mortales) de que lo que no se conoce no existe, de que lo que no sale a la luz no ocurre o, cuando menos, que no comporta responsabilidades. Baste solo el ejemplo de los últimos años acerca de cómo gobiernos y partidos han respondido ante la corrupción, o cómo lo hacen a diario empresas implicadas en sobornos, abusos varios, explotación laboral o daños al medio ambiente. La mentira nunca se puede comunicar bien, aunque estemos en la era de la posverdad y de las noticias falsas. Si además se rompe la confianza con una institución con sentido trascendente de la vida, a la que se le ha confiado la educación y la formación de miles de niños y jóvenes, la quiebra del vínculo tiene difícil arreglo.

Si Francisco y sus reformas en la Iglesia encuentran una resistencia a todas luces que parecen insalvables, quienes formamos parte de ella, que debería de ser más pueblo de Dios que entidad de hombres célibes, no podemos permanecer ajenos a la fractura de esta relación fraternal entre el género humano y su dimensión más profunda. Desde la vergüenza y el horror por lo ocurrido no nos resignemos a exigir responsabilidades, cambiar estructuras y trabajar por una Iglesia con corazón y entrañas de misericordia.