En palabras de San Pablo, para un hombre siempre es mejor casarse que arder en el Infierno. No sé si lo decía por considerar el matrimonio como la antesala de los horrores del Averno o por tenerlo como una posibilidad de redención de los pecados varoniles. El caso es que en la cultura occidental, a lo largo de los siglos, se ha grabado a fuego en la mente de la gente, (pasando por la legislación romana, la germánica, la medieval, moderna y la legislación canónica), que el varón ha estado luchando contra ese grupo poderoso que han constituido las mujeres y que irremediablemente les llevaba a caer en el adulterio, la poligamia, el incesto, la violación, el maltrato, etc., etc.

Está estudiado y demostrado que en las sociedades en las que la influencia de las mujeres era percibida como una amenaza para la posición social del varón, se desarrolló todo una cuerpo literario antifeminista con ataques furibundos a todos los aspectos físicos y psicológicos de las mujeres. Basta recordar la tradición misógina de muchos santos, obispos, papas, filósofos, escritores, moralistas y de todos aquellos ´pensadores´ que colocaron negro sobre blanco el miedo convertido en odio hacia las mujeres.

Al final de la Edad Media, en Europa, este tipo de literatura se traduce no solo en un arma arrojadiza para frenar el poder femenino, poder que a todas luces se considera excesivo, sino que también va en contra de las normas morales que favorecían y casi exigían la castidad a través de una legislación matrimonial dirigida a normalizar la indisolubilidad marital y que fue convirtiendo el matrimonio en una verdadera trampa, de la que al menos en teoría, era imposible escapar. Esto me lleva a recordar dos conceptos, el de consentimiento femenino y el de divorcio.

En el siglo XIII ya se había implementado en ciertas regiones europeas la necesidad del libre consentimiento de la mujer para que muchas de las prácticas sexuales del hombre no fuesen consideradas delito, pero en realidad, las violaciones, incluso las más graves, las realizadas a las llamadas ´mujeres honestas´, eran penadas demasiado a menudo con multas fácilmente subsanables.

Durante buena parte de la Edad Media, la violación fue considerada una ofensa contra la familia de la mujer más que un delito contra la propia mujer, por ello demostrar que en esos actos se había habido consentimiento era la base de la defensa. ¿Nos suena muy contemporáneo verdad?

Por tanto, ese libre consentimiento, a partir del siglo XIV se convierte en un requisito imprescindible no solo para todas las relaciones sexuales sino también para el matrimonio. En Murcia, en 1472, se establece una sentencia eclesiástica en un pleito matrimonial entre Pascual de Alguave y María Ferrandes por la cual se declara nulo su matrimonio ´porque fue forçoso´.

El matrimonio supuestamente indisoluble, ha utilizado el repudio y el divorcio desde el mismo instante en que se creó la institución. La mayoría de los concilios católicos del siglo V aceptaban el adulterio de la mujer como motivo de divorcio. El emperador Justiniano publicó una lista de 117 motivos que justificaban la declaración de un matrimonio como nulo y entre ellos destacan algunos que hoy nos resultan llamativos. Por ejemplo, el abandono nocturno de la casa familiar por parte de la mujer sin permiso del marido, el intento de asesinato del marido, la impotencia del marido o el ingreso de la esposa en un convento. También ha existido desde siempre el divorcio de mutuo acuerdo, presente en el derecho romano e incorporado más tarde al derecho de los pueblos germánicos y las distintas legislaciones medievales. Uno de los motivos esgrimidos más frecuentemente por los maridos como motivo de divorcio era la esterilidad de la esposa, motivo que a partir del siglo XI fue cada vez más rechazado por la iglesia. A la vez que se fueron haciendo más estrictos los requisitos para dar validez a un matrimonio, esos mismos requisitos permitían otorgar la nulidad basándose en su incumplimiento.

Con respecto al consentimiento es interesante recordar un hecho sucedido en el siglo XIV en la ciudad francesa de Foix, recopilado por George Duby, en el que el obispo Jacques Fournier (futuro Benedicto XII) pregunta a una campesina llamada Grazida sobre sus relaciones con el cura del pueblo y ella repetía la palabra consentimiento como un mantra y como justificación para evitar el castigo. Al parecer, con quince años ella había consentido acostarse con el cura, con el beneplácito de su madre. Después de casarse continuó su aventura amorosa con el consentimiento de su marido, porque según declaró: «me gustaba tanto como al cura, no pensé que estuviese pecando».