La llegada masiva por mar de refugiados a nuestras costas nos plantea un dilema: debemos por supuesto rescatarlos si están amenazados de perecer ahogados.

Es una obligación moral, plasmada además en las leyes del mar, pero ¿significa eso que debemos también acogerlos a todos sin poder devolverlos a sus países de origen?

Una cosa es sostener que ningún ser humano es ilegal y otra muy distinta, reconocer el derecho de quien no esté en situación de peligro en su país a ser admitido sin más en la UE.

Europa no puede acoger a cuantos tratan de llegar a este continente en busca sólo de mejor vida. Pero tampoco puede evitar que muchos traten de conseguirlo aun a riesgo de perecer en el intento.

¿Qué hacer en esas circunstancias, sobre todo cuando, como vemos que ocurre por desgracia en todas partes, esa inmigración incontrolada no hace más que alimentar el miedo irracional al otro y potenciar los discursos populistas?

Un experto en migraciones, el británico Paul Collier, profesor de la Universidad de Oxford, cree que no se puede actuar sólo a base de impulsos del corazón como ha ocurrido en ocasiones, sino que es preciso también utilizar la cabeza.

Y la cabeza nos dice que no podemos mirar para otro lado mientras crece en todas partes la derecha xenófoba y pone en jaque a la sociedad abierta y los valores humanistas de los que tanto se precia Europa. ¿Qué hacer entonces? Lo primero, señala el profesor Collier, es reorientar los recursos financieros que nuestros países dedican a los refugiados hacia los países más próximos, que son los que soportan actualmente la mayor carga.

Conviene no perder de vista que si a los europeos nos inquieta la llegada incontrolada de decenas de miles de migrantes, sólo en Siria la guerra ha desplazado a doce millones de personas, de los que la mitad sigue viviendo en ese país mientras que el resto se reparten entre los vecinos como Jordania, Turquía, Irak o el Líbano.

La inmensa mayoría de los desplazados por la violencia, sobre todo los de los países árabes, prefiere sin duda vivir en los del mismo círculo cultural, que hablan su idioma y profesan su misma religión.

La excepción la constituirían, sin embargo, los perseguidos políticos, por su religión o su inclinación sexual, que merecerían consideración especial.

Al mismo tiempo, opina Collier, no se debería retener a esas personas en campamentos cerrados y sin posibilidad de hacer nada, sino que habría que ofrecerles oportunidades laborales, por ejemplo, abriendo fábricas in situ con ayuda de dinero europeo.

El problema que se presenta en muchos casos es que los fondos europeos van directamente a gobiernos en muchos casos corruptos, como el de Níger, país que figura en el puesto 112 del índice de corrupción de Transparencia Internacional.

Es preciso un control mucho mayor de ese dinero de forma que no acabe en los bolsillos de ministros y funcionarios de países donde, como ocurre en aquél, buena parte de la población sufre de desnutrición crónica.

Ni puede tampoco permitirse África la salida de los mejores o más capaces, que son muchas veces quienes acaban huyendo a Europa ante la falta de oportunidades allí donde viven.

¿Cuántos de quienes consiguen llegar a nuestro continente y gracias a su inteligencia y su tesón, pero también a la suerte, hacen aquí carrera volverán luego a sus países de origen para ayudar a sus compatriotas con todo lo aprendido?

Hay poderosas razones para regular en la medida de lo posible la inmigración. No se trata sólo de salvar vidas y de combatir a cuantos se lucran con el tráfico de seres humanos.

Hay que privar de argumentos a cuantos demagogos aprovechan irresponsablemente ese fenómeno para destruir la democracia y la convivencia.