28 de julio

Marvel planea sobre Ulea. Vemos ocultarse el sol tras el cerro del Castillo, que parece envolver con su ominosa mole el cercano pueblo de Ulea. Un viento tórrido agita la bandera de Tudmiria, imaginario reino de Murcia soñado por nuestro eventual anfitrión, Juan Manuel Chumilla, cuyo 57º cumpleaños celebramos hoy con retraso. La enorme casa de pueblo donde vive perteneció antaño al médico de Villanueva del Río Segura. Sobre la gran terraza que se asoma a la huerta hay unas quince personas; entre ellas el dibujante Juan Álvarez, el camaleónico artista Ramón Lez (no lo veía desde las ‘cumbres’ de Mula) y la compositora canaria Mercedes Kitler, que afirma ser bisnieta de un oficial de las SS y de un judío alemán.

Guardaré algunos recuerdos de esta larga velada. Chumilla con el cabello mojado y un vaso de piña colada en la mano exponiéndome su teoría sobre la influencia de la oxitocina en el comportamiento femenino. Ramón Lez realizando prodigiosas imitaciones de voces -Nono García, Juanjo Ayllón-. La música del grupo Dead Can Dance. La carne condimentada preparada por Gracia. Chumilla de nuevo, mostrándome con pudor una vitrina llena de figurillas de Marvel mientras yo le confieso que también soy ‘connaiseur’ del mundo creado por Stan Lee y Jack Kirby. (Ambos vivimos la época dorada de Marvel, cuando sus superhéroes se llamaban el ‘Hombre de Hierro’, ‘’Dan Defensor’, ‘la Masa’ o la ‘Patrulla X’, y sus tebeos no se habían convertido aún en laboriosas ilustraciones sin alma.)

2 de agosto

Canciones para mi funeral. Leo una entrevista realizada por Antonio Arco a Juan Valverde, oncólogo de la Arrixaca, en la que éste cuenta el caso de una mujer joven y soltera, con un tumor de vejiga muy avanzado, quien le había confiado que su música preferida era la de los Beatles. Llegado el momento del desenlace, Valverde notó que su respiración parecía muy agitada a pesar de la sedación. «De pronto tuve un impulso -explica-: saqué el móvil, empecé a poner sus canciones favoritas de los Beatles y la respiración se fue apagando hasta que falleció, yo creo que en paz. Creo que necesitaba que esa música acompañarse sus momentos finales. Salí de allí enriquecido».

Alguna vez, medio en broma medio en serio, les he hablado a mis hijos de la música que podrían poner en mi funeral. Recuerdo que una vez les sugerí Under this stone, de Henry Purcell. En otras ocasiones se me ocurrieron piezas más festivas, como You can´t hurry love de The Supremes, en versión de Phil Collins, o alguna de Bob Dylan, como Changing of the guards. Sin embargo, nunca me había planteado la cuestión que sugiere esta entrevista a Valverde (no menos peliaguda que la clásica «qué libro te llevarías a una isla desierta»). ¿Qué música te gustaría escuchar en el momento de tu muerte? Tal vez quien lea esto se pasará un buen rato dándole vueltas a la cabeza.

3 de agosto

El carrito de helados. Cualquier hogar está lleno de objetos que pueden resultar inanes para el visitante, pero que contienen historias privadas o despiertan inmediatas evocaciones en sus propietarios. Sin ir más lejos, ese belén naif de madera policromada que hay encima del televisor me retrotrae a la hacienda La Trinidad, de Caracas, donde dimos un agradable paseo bajo las flores amarillas de los araguaneyes. Y, cuando contemplo esa taza con el emblema del Noveno Regimiento de Dragones, que compré en Waterloo y llené de espigas de trigo recogidas en el campo de batalla, me gusta pensar que tenemos en casa moléculas de alguno de los sesenta mil soldados muertos en aquel hecho histórico, ya fuese francés, británico, holandés o prusiano.

En un estante del salón, cerca de la ventana, reposa una reproducción de un carrito de helados de dimensiones considerables. Ese carrito representa para mí cierta mañana de noviembre de 1991 en el mercadillo de Els Encants, de Barcelona, junto al hombre que lo compró para regalármelo con motivo de mi inminente boda. Todavía veo ese carrito allí, sobre una manta extendida en el suelo, mientras él preguntaba su precio y sacaba la cartera. Se llamaba Pepe Alonso, era de Cox y compartimos muchas horas y muchos días en el mismo despacho de una multinacional de agroquímicos. En su familia se le consideraba un triunfador. Estaba casado con su novia del pueblo toda la vida, con quien se había mudado a Barcelona, y tenían un hijo. Al menos, eso nos hizo creer a todos.

Hasta que un día me confesó que nada era cierto, que su mujer cambió de pareja al poco tiempo de mudarse y que el hijo era del otro. Su revelación me dejó estupefacto. Para no admitir su fracaso, Alonso llevaba más de un año actuando ante todos como si ese hijo fuera suyo y él viviera aún con su exmujer. Había celebrado su nacimiento públicamente en una convención de la empresa, admitiendo regalos y felicitaciones por el niño. En la oficina solía dejarse ver con cajas de leche en polvo (tal vez siempre la misma caja). Nadie en su Cox natal sabía tampoco lo ocurrido. Sostener esa farsa lo había arrastrado al borde de la locura. Devoraba fármacos y fumaba como un descosido. Dos años después de abandonar la empresa supe que había muerto de un infarto, con poco más de treinta años. Saberlo me entristeció, pero no me sorprendió en absoluto.

7 de agosto

Yako y Daisy. En estas latitudes es ineludible hablar del tiempo cuando llega el verano. Tras un julio anormalmente suave, llevamos varios días continuados de calor atroz, con máximas de 40 ºC y niveles elevados de humedad. Una especie de sofoco se ha apoderado permanentemente de la atmósfera. Nuestros gatos, Yako y Daisy, se pasan todo el día estirados sobre las baldosas del lucernario para captar algo del frescor del suelo. El termómetro apenas baja de 30 ºC al caer la noche y es difícil conciliar el sueño. Los ventiladores sólo hacen mover aire caliente. Este clima invita a la inacción, a la desidia, al abandono de uno mismo. No cuesta nada comprender por qué los países cercanos a los trópicos son los menos avanzados del planeta.