Convencionalmente hablando, el fascismo se ha considerado históricamente una dictadura terrorista abierta soportada en grupos militares y/o paramilitares, auspiciada por elementos del capital financiero y terrateniente y con una importante base de apoyo en sectores de la pequeña burguesía. Ésa es la descripción a la que se ajustan las experiencias vividas por Italia y Alemania hasta 1945, por España hasta 1976 y por Latinoamérica en los años 70 y 80 del pasado siglo. En el caso del fascismo original europeo, la aniquilación de la democracia parlamentaria iba acompañada de una cierta demagogia de carácter estatalista, incluso socialista, lo cual se debía a la necesidad de competir con la socialdemocracia y el comunismo a la hora de ganarse el favor de las clases trabajadoras.

La pregunta es si el fascismo, que nunca ha dejado de existir como proyección del capitalismo o de una forma de entender el capitalismo, se manifiesta en los términos descritos o bien ha mutado en otras formas políticas, en otros discursos, y si éstos mantienen una conexión de fondo, conceptual, con la versión original. Decía Saramago que «los fascistas del futuro no van a tener aquel gesto de duro militar. Van ser hombres hablando de todo aquello que la mayoría quiere oír. Hablarán sobre bondad, familia, buenas costumbres, religión y ética. En esa hora va a surgir el nuevo demonio y tan pocos van a percibir que la historia se está repitiendo». Y remataba: «No será un fascismo de camisas negras, sino de corbatas de Armani».

Obviamente, existe en nuestra sociedad el fascismo histórico, el que vemos entre el grupo de fanáticos que se concentra en el Valle de los Caídos para, bandera con aguilucho de por medio, ensalzar a su caudillo y amenazar a todo el mundo con las peores consecuencias si volvieran al poder. También lo apreciamos entre esos centenares de mandos militares que reivindican sin pudor alguno la figura del dictador Franco. Pero en mi opinión, este fascismo es residual, aunque no se extingue y ha recobrado cierto vigor en los últimos tiempos. Y lo ha recuperado porque le ha llegado un balón de oxígeno proveniente de la versión moderna y actualizada de la que hablaba Saramago. Ésta no está representada por militares toscos, cutres y violentos, sino por políticos de aspecto aseado, incluso juvenil, que levantan, primero que nada, la bandera de la democracia y la Constitución. Y en nombre de ellas construyen un discurso cuyos pilares nos retrotraen a los años 30 del pasado siglo, si bien respecto del de esa época han suprimido la retórica militarista y el desprecio por la democracia formal.

El principal elemento de ese relato es la búsqueda de un enemigo externo a nuestra sociedad sobre el que descargar la ira y la frustración de la gente ante la penosa situación social que se vive en estos tiempos. Y lo han encontrado en colectivos como los inmigrantes y manteros, a los que se culpa de todos los males. Así, la erosión creciente del Estado del Bienestar no se debe a que los ricos no pagan impuestos y los salarios son bajos, sino a la invasión de ´millones de inmigrantes´ que vienen a aprovecharse del país. Los enemigos del pequeño comercio no son las grandes superficies, sino los manteros que se buscan la vida malamente. El otro factor del discurso hace referencia a la necesidad de recuperar ´el orden y la seguridad´ presuntamente perdidos, en significativo eslogan por sus concomitancias con la vieja propaganda nazi. Este país, en esa interpretación, estaría instalado en el caos, por lo que se precisaría mano dura para restablecer el orden. O sea, leyes mordaza y encarcelamiento de disidentes, cuestiones que ya nos son familiares.

De todas las definiciones sobre fascismo, me quedo con la del expresidente americano Franklin D. Roosevelt: ´el poder del Estado en manos privadas´; porque vale tanto para el fascismo de antes como para el actual. Unos y otros están unidos en el mismo proyecto de apoderarse de la patria en beneficio propio.