14 de julio

El éxito o el fracaso de ser escritor. Lo primero que oigo al despertar es el grito lúgubre y arcano de las gaviotas. Luego, el agua de una manguera estrellándose contra el empedrado de la calle. Son las siete de la mañana y el ambiente es fresco, aunque se insinúa en el aire un ligero bochorno. Me asomo por la ventana del hotel y veo balcones acristalados, soportales, casas nobles de piedra. Sí, estamos en el norte, muy cerca del mar, y hemos venido aquí para participar en el Festival Celsius 232, que cada año se celebra en la ciudad de Avilés.

Al bajar a la cafetería saludo al escritor Fernando Marías, alto y delgado como una enorme mantis, a quien traté hace dos veranos en Cartagena; simula recordarme, pero sospecho que no es así. En otra de las mesas desayuna un grupo de jóvenes de ambos sexos: ellos con camiseta negra, pantalón corto y barba desarreglada; ellas con la cabeza teñida de colores fucsia o verde. En otra mesa hay un tipo solitario que retiene mi atención: calvo, tatuado desde los tobillos hasta la mandíbula, lleva una camiseta con la leyenda ‘Refugees Welcome’.

Pronto aparece otro sujeto de escualidez auschwitziana que se sienta junto al anterior. Es Emilio Bueso, célebre autor de fantástico con quien hice buenas migas en la pasada edición. Deduzco que el tipo tatuado hasta la mandíbula es Guillem López. Ambos castellonenses, saben cuidar el lenguaje y sortear los escollos del cliché al escribir. Los saludo. Bueso me presenta como un autor generalista que publica en editoriales de ensayo y similares. Lo dice como un elogio. Yo siempre he querido moverme en los márgenes del género, evitar verme confinado en una especie de gueto, que es lo habitual si coqueteas con lo fantástico en nuestro país.

A las doce, en una carpa donde aletean decenas de abanicos, presento la novela La hipótesis Saint-Germain junto a Jorge Iván Argiz, dinámico y barbado codirector de este festival. Los tiempos están muy medidos en el Celsius. Tras la presentación soy llevado en volandas al llamado ‘firmódromo’, donde despliego sonrisas de instagramer junto a lectores que tienen la peregrina idea de retratarse conmigo. Vuelvo a la carpa para escuchar a Guillem López, quien acaba de dejar caer sobre el auditorio esta admonición: «Hoy enseñan a buscar el éxito, pero no enseñan a aceptar el fracaso; y el fracaso es lo más probable que te ocurra, sobre todo si eres escritor».

Recorro con Teresa un mercadillo donde se pueden comprar desde varitas de Harry Potter o colgantes de Cthulhu hasta la última novela de China Miéville. Entre las casetas pasea el actor de doblaje que da voz a Homer Simpson, el escritor de libros juveniles César Mallorquí e individuos disfrazados de personajes del cómic o del cine. Un tipo está a punto de ensartarme con su sable láser. Hablo un rato con Bueso, que inhala vapor con avidez de un cigarrillo electrónico.

Después de comer asistimos a una charla de la bonaerense Mariana Enríquez. Tal vez la timidez o el cansancio la hagan parecer distante. «A los argentinos es muy difícil ganarnos en arrogancia», dice en algún momento, desatando la carcajada general; «sobre todo en literatura». Luego añade que lo fantástico es algo natural en el Río de la Plata, de modo que ni siquiera se considera un género aparte; en cambio, en países vecinos como Brasil o Perú predomina el realismo. Por la noche leo algunos cuentos de su libro Los peligros de fumar en la cama. Creo percibir en ellos la influencia de Fernando Iwasaki (un peruano) y de su compatriota Bioy Casares.

15 de julio

Naturaleza y poesía. En San Juan de la Arena, donde las aguas oscuras del Nalón se hibridan con las del Cantábrico, transcurrió el verano de 1905 para el nicaragüense Rubén Darío, hecho que recoge una placa conmemorativa situada en la calle Jovellanos. Aunque el pueblo no tiene nada en particular, no fue Darío el único poeta insigne que recaló aquí: en la pared del restaurante La Escollera cuelgan -sorpresivamente- tres poemas manuscritos del irlandés Seamus Heaney, galardonado con el Nobel, quien dedicó algunos de sus versos a las tierras de Asturias.

«The sea hushed and glittered outside the bar», escribió en un poema ambientado en este mismo local que frecuentara en vida, ya que un familiar suyo vivía en Salinas, virtual playa de Avilés. Uno de los poemas está dedicado a la dueña, española a pesar del nombre: «To Fanny, with happiest memories of your welcomes and hospitality». Cuando le pregunto al respecto, Fanny, que rondará la cincuentena, hace un alto de mala gana en sus quehaceres para revelarme con gesto amargo: «Hay otros tres poemas, pero estaban en casa y se los quedó mi marido. Nunca los recuperaré».

16 de julio

Los tertulianos y la monarquía. Caminamos junto al Trubia, río agreste y salmonero, flanqueados por avellanos, helechos, fresas y ortigas. El musgo crece en los muros donde se posan los petirrojos. Desde Tuñón hasta Proaza, la senda que seguimos -llamada del Oso- parece condensar todo lo que conforma nuestra imagen de la Asturias rural: hórreos, manzanos, casas de piedra, prados, bosques, vacas. Comemos en Proaza una fabada espesa que se nos repetirá con insistencia durante el camino de vuelta.

En Villanueva nos detenemos a tomar café en una taberna, llamada La Casina del Puente, desde la que se divisa la Peña Forcada. Tres hombres de más de setenta años escuchan hablar a otro que debe de andar por los sesenta. Todos lucen panzas descomunales. El tema del monólogo tiene que ver con las recientes conversaciones grabadas a Corinna zu Sayn-Wittgenstein, la llamada ‘amiga entrañable’ de Juan Carlos I, en las que involucra a éste en -presuntamente- fraude fiscal, cobro de comisiones, blanqueo de capitales y otros desmanes.

«¿Habéis visto lo del rey?», clama indignado el improvisado monologuista. «¿Para qué necesitamos reyes ni príncipes ni su puta madre? ¡A tomar por culo con toda esa camada de cabrones! Mira Leonor: con ocho años ya va a empezar a cobrar como princesa de Asturias. No queremos princesas ni su puta madre… Y la gente pasando hambre por ahí». (La transcripción de sus palabras es rigurosamente textual.)