De un tiempo a esta parte se ha detectado con claridad en Cartagena y en otras grandes ciudades de la Comunidad Autónoma y de España una alarmante desafección entre las poblaciones periféricas del municipio y el centro urbano. Si no fuera suficiente esa antipatía que se alimenta por parte de las formaciones populistas de turno con la ciudad vecina de Murcia a cuenta de una mala distribución de la financiación o de la excesiva concentración de proyectos e instituciones públicas más allá del Puerto de la Cadena, ahora se empieza a sentir el mismo debate, pero dentro de un municipio de más de 218.000 habitantes; asunto del que pocos se atreven a hablar.

No conviene subestimar las consecuencias sociales de una mala política sostenida en el tiempo que, en este caso que nos ocupa, consiste en concentrar la inversión pública en zonas con una alta densidad de población, buscando obviamente el favor de una concentrada masa de votantes. A la larga, esta manera de trabajar sale cara y penaliza. Me explico. Si sólo nos inspira un interés electoralista, el plan financiero de inversión en un municipio será desequilibrado y el progreso de las distintas zonas que lo componen será cada vez más desigual hasta el punto de generar un (comprensible) conflicto vecinal, con su bendito reflejo en la prensa regional, momento exacto en que los malos políticos empiezan a temblar y anuncian el clásico paquete-de-inversiones-urgentes; un supuesto final feliz que en realidad sólo es un engranaje más en ese círculo vicioso de la mala política; un cubo de agua para apagar un incendio forestal.

Me duele escuchar a mis vecinos hablar ´de ellos y nosotros´, de los privilegiados de ciertas sectores del centro de Cartagena que cuentan con unos servicios e infraestructuras dignas, y de los ´abandonados´ en barrios y diputaciones, los desheredados, cartageneros que miran con envidia a otros cartageneros y se preguntan qué han hecho para merecer esa discriminación cuando pagan los mismos impuestos que cualquier otro, cuando defienden y quieren esta tierra como cualquier otro orgulloso hijo de la trimilenaria. Me entristece escuchar cómo algunos de los vecinos que viven más alejados del centro han asociado el nombre de Cartagena con la burocracia administrativa, o las advertencias municipales, o las multas de tráfico.

Y yo trato de explicarles que a pesar de que ciertos políticos les han dado motivos para sentirse así, esta tierra, y su riqueza cultural, patrimonial e histórica es tan suya como la del cualquier otro, que el Palacio Consistorial, la Muralla del Mar, o el Museo del Teatro Romano es de ellos, de aquellos que comprenden su valor y los aman, que los pequeños reinos de Taifas inframunicipales están condenados al fracaso en un mundo cada vez más global.

Las negociaciones para los presupuestos municipales de 2018 han reflejado este fenómeno. Tras veinte años con un Partido Popular de absoluta mayoría que invertía donde señalara su brújula electoral, y tras dos años con una coalición política obsesionada con ahorrar dinero pero incapaz de armonizar un plan de gobierno integral, todos los grupos políticos hemos coincidido en que 2018 debe ser el año para la inversión en barrios y diputaciones, y todos se han afanado en confeccionar interminables listas de enmiendas y partidas presupuestarias con el nombre de cada barrio y cada diputación, es decir, ese cubo de agua para apagar el incendio del que hablábamos. Y poco importa que sólo queden seis meses para que acabe el año y no pueda ejecutarse, me temo, ni el 75% de lo prometido, poco importa que el PP haya provocado ese abandono o que MC y PSOE hayan perdido dos años en batallas e intrigas palaciegas.

Pertenezco a un partido que se llama Ciudadanos, y a través de él me gustaría que, por una vez, cogiéramos el toro por los cuernos y presentar en Cartagena un proyecto global de inversión pública donde nadie se quede atrás; sólo así conquistaremos con unidad y fuerza la posición que merecemos en esta comunidad y en este país. Es posible. Lo sé.