Entre los rincones de la célebre capital centroeuropea se gestó durante el siglo pasado algo más que una serie de notables visiones propias de un mundo tenebroso. Franz Kafka, el hombre que las formuló, nacido ahora hace ahora 135 años, no quedó confinado estrictamente a su momento histórico, al mundo de las pesadillas del hombre moderno, ni se limitó a extender su mano sobre escritores posteriores que sintieron su influencia de manera tan distinta, individual e innovadora como Camus, Sartre, Buzzati o Vila-Matas por citar solo a unos pocos. El universo de símbolos, arquetipos, temores y conflictos de Kafka muestra una validez atemporal que podemos encontrar de manera especial en el tantas veces inquietante juicio a la civilización visible en la ciencia ficción de calidad.

Cuán profundo es el sentido de su Metamorfosis lo percibimos más allá de los conocidos elementos paternofiliales existentes en el famoso relato cuyo tema central es la transformación de una persona corriente en un ser, para los demás atroz y aberrante, que debe estar confinado en el interior de su habitación. La transformación que sufre Gregor Samsa le convierte en un monstruo para quienes le rodean. Sin embargo, lo que comienza como un castigo prosigue como una revelación más positiva del propio ser, como una forma de autoconocimiento, de correcta apreciación de uno mismo por más que colisione dramáticamente con el entorno familiar y social más cercano, por más que su resultado final no escape a la aniquilación. Aquí las raíces del relato kafkiano se hunden en la mitología ancestral, qué duda cabe al pensar en las metamorfosis de la Antigüedad que en no pocas ocasiones daban la forma triste y definitiva que había de tener un ser en el momento preciso en que despuntaba peligrosamente por encima de los dioses. Pero ya aquí la metamorfosis se mostraba en su doble condición de castigo y premio, pues si como castigo llevaba implícito el reconocimiento de algo peligroso que debía ser controlado, degradado, desactivado como amenaza, como premio o recompensa simplemente transfiguraba a un ser para que pudiera elevarse hacia su verdadero carácter esencial por encima de un mundo que le había despreciado y así los dioses redimían a quienes antes eran unos desventurados transformándolos en aves de dulce canto, en árboles hermosos y duraderos o en estrellas brillantes y eternas.

La sombra de la metamorfosis se extiende con mucha claridad en la novela de Richard Matheson El increíble hombre menguante, que inspiró la célebre película de Jack Arnold. La exposición a una misteriosa nube radioactiva es solo el detonante para poner en marcha la historia e ilustrar el proceso imparable de transformación en el que un desventurado Scott Carey pierde junto con su tamaño la respetabilidad burguesa y experimenta la disolución del papel dominante del que gozaba en el hogar frente a la propia esposa con la ruina de la vida conyugal; asistimos igualmente a la humillante merma de su virilidad para llegar a habitar en una infame casa de muñecas. Nada frena el proceso de reducción y el mundo crece con alarmante rapidez alrededor del sujeto, volviéndose hostil y gigantesco. Surge una nueva imagen del yo en la que el hombre ya no es señor de la creación sino un minúsculo ser en continuo aminoramiento y perpetua humillación. En el preciso instante en que su microscópico tamaño le arroja a una dimensión desconocida antes jamás vista por otro ser humano, adquiere conciencia de la revelación de su verdadero yo superior, y descubre en su degradación la paradójica condición de pionero, de precursor que ha de mostrar el camino a otros muchos después de él.

El problema de la alienación y la humillación, el conflicto y la distorsión del yo son igualmente evidentes en El Planeta de los Simios, la historia de Pierre Boulle que dio lugar a la película de Franklin Schaffner. La presencia de lo kafkiano es aún más clara. Siniestra y distópica, la sociedad de simios actúa como parodia de la civilización en la que represión, violencia e ignorancia impiden el verdadero conocimiento. Los seres humanos, sobre los que pesa un asfixiante y antiquísimo halo de culpabilidad, están relegados a la condición de animales y aunque no se les considera ni siquiera capaces del habla, se les tiene por extraordinariamente peligrosos. En estas circunstancias la presencia de Taylor, comandante de la expedición espacial que le ha conducido hacia tan inquietante destino, es una anomalía terrible, pues resulta un humano que habla y que está dotado de inteligencia. El interrogatorio inquisitorial frente al Dr. Zaius es probablemente la escena más kafkiana de toda la literatura universal. Es imposible que Taylor sea un hombre porque un hombre no puede hablar, luego Taylor es una aberración. Una aberración que no puede ser consentida, algo diabólico que debe terminar con el humano muerto y expuesto en un museo o al menos sometido a una lobotomía para volverlo inofensivo, como de hecho había ocurrido con sus dos compañeros de tripulación.

Naturalmente Taylor se resistirá ante esta perspectiva tan poco halagüeña dando cuenta una y otra vez de su condición de ser racional, insistiendo sobre ella contra toda esperanza de ser comprendido por aquella uniformidad serial de rostros simiescos idénticos que ya le ha juzgado y condenado a él por no ajustarse de manera tan clamorosa al orden social de castas cerradas. Es difícil no pensar en Un informe para la academia, el relato de Kafka en que un simio refiere frente a sus interrogadores humanos cómo puede hablar, pensar y crear igual que cualquier hombre y que por ello ya debería ser considerado humano. El interrogatorio de Taylor recuerda al de Galileo frente a la Inquisición, y hemos de entenderlo como metáfora de los poderes de la reacción, la oscuridad y la superstición frente al espíritu independiente del inconformismo. Pero también se corresponde con la visión kafkiana que nos lleva al mundo tanto de El Proceso como de América, el mundo de la locura generalizada y de la hostilidad manifiesta de todos contra el individuo que es progresivamente acorralado, acusado, juzgado y condenado por un ambiente de opresión y pesadilla. Expresado en términos propios de la ciencia ficción, Kafka es un gran creador de sociedades distópicas; distopías como pueden serlo también una tiránica sociedad animal de castas en la que el hombre es un esclavo de los simios, o un mundo dominado por seres humanos amenazantes, tenebrosos, inquietantemente similares entre sí, como ocurre en Los ladrones de cuerpos, la novela de Jack Finney que tanta fortuna ha conocido en el cine o en Soy Leyenda, de nuevo una conocida obra de Richard Matheson.

Franz Kafka, sentado al escritorio, levanta la mirada cuando entramos a mostrarle nuestros respetos. Con su calma y media sonrisa habitual se levanta y nos recibe cordial mientras sugiere, si nos place, que contemplemos un nuevo monstruo al tiempo que introduce la mano en una gaveta de la mesa.

Accedemos de buen grado, quizá tenga para nosotros reservada alguna antigua ilustración que aún no conocemos del legendario Golem, pues al fin y al cabo estamos en Praga; pero para nuestro asombro no se trata de ninguna ilustración, levanta un pequeño espejo de mano (lo cual le da un aspecto como de antiquísima divinidad funeraria) y lo dirige a nuestro rostro devolviéndonos una pavorosa imagen.