Los presos y los muertos son los únicos de los que podemos disponer sin su consentimiento. En ambos casos la causa de su situación presente está en el pasado: la muerte o el delito. Ambas suponen una exclusión de la sociedad que, no obstante, los pone a su completa disposición. Esa paradoja de estar fuera, pero disponibles, les define a ellos y a las sociedades de las que dependen.

Los límites vallados de cementerios y cárceles señalan los espacios en donde les confinamos. Es obvio que están allí forzosamente. Pero eso mismo les ocurre a muchas personas que no pueden abandonar un sitio sin que suponga que están presos o muertos. De hecho, lo forzoso de su confinamiento se pone de manifiesto más esencialmente en que ninguno de ellos puede evitar o invitar a terceros. Poseer un sitio es poder invitar, y no poder hacerlo es más bien estar poseído por el sitio, atrapado, como les ocurre a unos y otros, aunque obviamente por razones muy distintas.

Cementerios y cárceles evitan que muertos y delincuentes compartan espacio con los demás, pero no pocas veces les han puesto a salvo de los vivos. Las vallas y la fuerza pública evitan tanto la profanación como el linchamiento, y en ese sentido son instituciones civilizatorias: lo humano es evitar el abuso de los cadáveres y cuidar de los delincuentes apresados como de cualquier indefenso, aunque unos u otros sean manifiestamente culpables de crímenes horrendos. Su supuesto ensañamiento no autoriza el nuestro, y la consecución de esa altura moral se residencia en el Estado y la fuerza pública que pone a muertos y presos a salvo de todo abuso o venganza.

Por eso dice mucho de una sociedad lo que hace precisamente con los muertos a los que no quiere honrar y con los ciudadanos a los que no quiere liberar. Y es que tanto los presos como los muertos están al alcance del poder del Estado en toda su amplitud, y por eso mismo definen con el trato que reciben la calidad moral del poder del que dependen.

Pues bien, es revelador que el nuevo Gobierno se haya estrenado con un cambio de política al respecto de los muertos y los presos. Y, por si fuera poco, todo lo anterior se agudiza al poner en marcha una ley para la legalización de la eutanasia, es decir, para poder dar muerte a quien lo pida sin quedar preso por hacerlo, esto es, sin que constituya delito.

Disentir sobre lo que hay que hacer con los presos y con los muertos es posiblemente el más esencial disenso civil, tal vez solo menor que la discrepancia sobre las formas de dar muerte que son o no son delito, es decir, ilegales o legales: la pena de muerte, el aborto, la eutanasia, la autodefensa, el terrorismo, la guerra y sus secuelas.

La nueva política sobre los muertos y los presos se podría resumir así. Hay que localizar los restos de los combatientes republicanos para entregarlos a sus familias y que los puedan enterrar después de tanto tiempo. Pero después de todo ese mismo tiempo hay que desenterrar a Franco y afines sepultados en terreno de titularidad pública, al tiempo que se derriban todos los monumentos memoriales de los difuntos del otro bando. Por otra parte, pero igualmente para normalizar la convivencia, hay que acercar a sus familias a los presos por supuesta rebelión o sedición en Cataluña, y otro tanto hay que hacer con algunos presos terroristas de ETA y sus familias, aunque en este caso desoyendo las demandas de arrepentimiento y reparación de las familias de las víctimas. Y, por último, hay que evitar el temor a quedar preso de quien mata a otra persona que lo ha pedido en unas determinadas circunstancias sumamente desgraciadas y bajo unas ciertas garantías.

Se trata, en efecto, de materias de enorme relevancia política, en las que se debería improvisar poco, procurando con tesón los consensos sociales y políticos más amplios posibles. En vez de eso, se quiere hacer con urgencia y como estandarte de una política de gestos que compense la falta de maniobrabilidad en otros asuntos.

Todos sabemos que solo la opinión formada tras atender las ajenas puede evitar que nuestro alineamiento sea mero sectarismo. De manera que, incluso aunque se esté de acuerdo con todas o la mayor parte de esas iniciativas, se debería poder pensar que han de ser objeto de un sosegado debate, y que incluso las opiniones mayoritarias entre los minoritarios deberían ser tenidas muy en cuenta, precisamente para poder garantizar una convivencia sin arribismos.

Se puede estar de acuerdo con la búsqueda y exhumación de los restos de combatientes republicanos, y tener muchas dudas sobre que el desentierro de suelo público de Franco y quienes lucharon con él (es decir, la mitad de los españoles), se haga como un gesto para complacer a afines, en vez de como parte de una solución global capaz de reunir el deseo de todos los españoles de reconciliación definitiva. También se puede estar de acuerdo con el acercamiento de los presos por supuestos delitos de rebeldía una vez acabada la instrucción de sus causas, y no estarlo con la de los etarras cuyas víctimas tienen viudas y huérfanos que todavía no les han oído decir que lo sienten. Y se puede no estar de acuerdo con que el Estado pueda convertir los deseos suicidas de un hombre sufriente en eximente de delito para el que le quite la vida.

De hecho, nada de lo anterior debería hacerse sin un debate honesto y tan prolongado como fuera necesario y posible. Y desde luego que nada de todo ello debería hacerse con urgencia o enlodando la discusión con descalificaciones partidistas. La calidad real de nuestra convivencia se cifra, para empezar, en la libertad de los debates públicos que seamos capaces de sostener sobre los muertos y los presos. Esa es, además, la única posibilidad de que la política se ocupe de ellos sin convertirlos en muertos o presos políticos.