Los telediarios cada vez ofrecen más sucesos. Los periódicos cada vez se parecen más a El Caso. Cada vez interesan más las noticias con morbo. Estas quejas y otras parecidas se repiten ahora hasta la saciedad. Como si la afición por los sucesos fuera un fenómeno nuevo. Como si de un día para otro se hubiera roto la delicada línea que separa el legítimo interés humano del morbo. No es nada nuevo. Desde que el hombre es hombre y la mujer, mujer, vivimos obsesionados con el mal ajeno. Las desgracias de los otros vienen a recordarnos cada día lo afortunados que somos. Las tragedias son como una lotería macabra que se reparte a cada momento y que si le toca al vecino, nosotros nos libramos del funesto premio.

Uno respira con alivio cuando ve pasar el mal cerca, igual que cuando el bosque el rayo destroza el árbol de al lado, en la autopista el accidente lo tiene un conductor del otro carril o la casa que se queda es la del vecino. ¿Por qué nos interesan tanto las tragedias ajenas? No, no es por morbo, ni por que seamos unos malvados que deseamos lo peor al próximo. Si le toca a él, no nos toca a nosotros. Nos interesa porque nos alivia. Nos alivia pensar que el que se suicida es el hijo de la maltratada Tina Turner y no el nuestro. Nos alivia porque no es nuestro hijo el que llora en la frontera ante la policía de otro país o el que yace sobre la arena de una playa turca como el pequeño Aylán. Nos alivia que el hijo de Carlos Fresneda haya muerto en las vías del tren en Londres haciendo una pintada, porque bien habría podido ser el nuestro. Nos alivia que nuestros hijos no están entre los doce niños que tuvieron que aprender a bucear dentro de una cueva tailandesa para poder salvarse. Nos alivia oír cómo nuestra hija llega a casa tarde, pero a salvo de las manadas. Nos alivia que no sea nuestro hijo uno de los que formaba parte de una de esas manadas. Nos alivia y nos estremece.

Nos alivian los males ajenos porque nos recuerdan lo trágica que puede ser la vida y lo fácilmente que nos podía haber pasado a nosotros. Porque no estamos libres de que el cáncer nos llame a la puerta, incluso por segunda vez, como a Terelu, o de desnucarnos de la forma más tonta haciendo una foto como el magnate chino de los hoteles, Nos alivia porque no nos hemos encontrado el cadáver de nuestro padre en la acera después de haber quitado la vida a nuestra madre, como acaba de pasar en La Felguera. Porque podrían haber sido nuestros padres los que se han puesto de acuerdo para quitarse la vida como los ancianos de Gijón, víctimas de ´desamparo y el dolor físico´. O porque mañana bien podemos ser nosotros mismos. Y sólo de pensarlo nos entra un escalofrío.

Todos esos sucesos de las páginas de los periódicos o de las imágenes de los telediarios nos recuerdan que, a pesar de todos nuestros muchos males, no somos nosotros las víctimas de esas tragedias. Nos ponemos en el lugar de ellas. ¿Quién no se ha puesto en el lugar del padre del niño Gabriel asesinado por su nueva mujer en Níjar? ¿O en el de la madre manteniendo el tipo tras saber que la mujer de su exmarido había matado a su hijo? Recordaba esta semana el columnista Raúl del Pozo, a propósito de un suceso ya histórico (el asesinato de los marqueses de Urquijo) una certera cita del morboso Alfred Hitchcock: a todos nos gusta un buen crimen salvo que seamos la víctima.

Por eso seguiremos quejándonos y viendo los muchos sucesos que vienen en las noticas. Por eso seguiremos encontrando en la crónica negra el mejor periodismo, porque los sucesos son las noticias más reales, las que más nos importan, las que hablan de la vida y de la muerte, es decir, de nosotros.

Por eso seguiremos también leyendo literatura negra.