Son tiempos extraños y de confusión. El término libertad nunca ha estado tan manoseado de forma pública ni tan usado como arma contra quienes no comparten las líneas oficiales de pensamiento dominante y publicado. Si Platón nos enseñó que la conquista de uno mismo es la victoria más grande que una persona puede conseguir en toda su vida, el homo videns está enterrando siglos de afianzamiento ético a marchas forzadas. La tormenta perfecta en la que la tradicional ignorancia popular hace tiempo que quedó superada por la mordiente y nociva indigencia intelectual de la élite política y académica, arrastrando ésta a aquella. No somos dueños de nosotros mismos, y necesitamos que otros nos marquen el camino constantemente, prostituyendo los conceptos que una vez nos hicieron ciudadanos libres.

La libertad necesita de algo fundamental para ser ejercida: la responsabilidad, que es intransferible e indelegable entre adultos. Un ejemplo de libro lo constituyen determinadas reflexiones escuchadas y leídas en todos los medios de masas y foros públicos a cuenta de los sucesos protagonizados por los miembros de la llamada Manada y la chica de la que abusaron, según recoge una sentencia de la Audiencia de Navarra. ¿Quién tiene la culpa de los hechos sucedidos y demostrados en la sentencia? Evidentemente, los desalmados autores de los hechos, condenados por ello a nueve años de cárcel. ¿De quién es la responsabilidad de que una chica de dieciocho años, que se encuentra sola, ebria y en una ciudad desconocida, eche a andar voluntariamente en ambiente distendido y propicio para toda clase de excesos con un grupo de chicos que son completamente desconocidos? Pues según las élites hembristas será cosa del heteropatriarcado o de algún micromachismo. Que si no es micromachismo no es el auténtico, parafraseando aquel célebre anuncio de coches de juguete.

Quiero decir que la libertad de cualquier persona para hacer lo que esta chica hizo esa noche en Pamplona es incuestionable. Es exactamente la misma libertad que tengo yo para adentrarme en la peor favela de Río de Janeiro de noche, con reloj de oro bien grande en la muñeca y enseñando el último modelo de teléfono móvil mientras vocifero para atraer la atención de cualquiera que pase por allí. Comportamiento que además de como persona libre (faltaría más) me definiría como gilipollas, cosa tan incuestionable como mi libertad para serlo. Y es que pasamos demasiado tiempo escuchando lo libres que somos pero muy poco aprendiendo cómo ejercer esa libertad. Por eso resulta descorazonador leer que cuando se cuestionan comportamientos que pueden provocar el paso de cómplice a víctima se está culpabilizando a ésta. No, simplemente se apela a la responsabilidad, y se le dice, en este caso a la reina, que va desnuda.

La paradoja de nuestro tiempo es que cuanta más libertad se demanda menos preparado se está para ejercerla, y más se desprecian las herramientas que nos ayudan a gestionarla. La libertad no es voluntarismo. Todo lo que yo quiera no tiene porqué ser adecuado, ni para mí ni para los demás, independientemente de consideraciones morales acomodadas a los tiempos que corren. Pero da igual. Si mi voluntarismo me lleva al desastre, otro habrá que cargue con mi cuota de responsabilidad, casi siempre el Estado o alguno de sus representantes. Como en Pamplona. Como en todas partes.