Estoy convencido de que la mayoría de quienes exhiben la bandera rojigualda en sus balcones no son unos fachas. Creo que se trata de personas que manifiestan, reivindicando esa enseña, su deseo de una España fuerte cuya consecución sólo es posible a partir de una España unida. Pero creo que incurren en un error en la medida que asocian el símbolo de un sistema político con muy escaso apego por la patria con la idea misma de patriotismo hispano. Efectivamente, la bicolor es la expresión de un régimen monárquico que es la representación institucional del poder de una oligarquía que, condicionando la democracia, no practica precisamente el patriotismo, si bien lo lleva siempre en la boca, en la fachada de su vivienda, en la muñeca o en la solapa.

Una nación fuerte descansa sobre dos pilares: la vertebración social y la territorial. La primera se ha deshilachado en este país a lo largo de los últimos años de manera alarmante. Hace unos días, este diario publicaba un estudio según el cual la clase media se habría reducido más de un 14% durante la crisis, el mismo porcentaje en que habría crecido el segmento de población pobre. Mientras, sólo el sector más rico tendría ingresos superiores a los que tenía antes de 2007. Son millones las personas que, aun trabajando, no llegan a fin de mes. Si se trata de pensionistas, en mayor número todavía. La razón de esta crisis social estructural y crónica, que no se va aunque el PIB se dispare, es sencilla: las élites empresariales y financieras detraen recursos de la sociedad de manera creciente. Es decir, roban, legal e ilegalmente. Y además, buena parte del producto de ese latrocinio se coloca fuera del país. De manera que la desigualdad estaría generando dos naciones, la de quienes viven más o menos cómodamente y la de quienes se hunden en la precariedad. Una nación fracturada no es una patria, y el actual régimen político oligárquico, aunque se envuelva en la bandera que lo representa, ni garantiza un futuro para la juventud ni la seguridad para las y los mayores.

Con respecto a la cohesión de los territorios, imprescindible para la construcción de la nación, hemos de convenir que el actual modelo territorial no garantiza esa unidad. Y no lo hace porque algunas de las partes, fundamentalmente Cataluña y Euskadi (pero no sólo), no se encuentran cómodas y representadas en dicho modelo. Todo el malentendido que ahora subyace a la cuestión nacional y al enfrentamiento entre nacionalismos parte de la no asunción de que España es una nación de naciones. Cuando esto se entienda, habremos abierto la vía del entendimiento y, en consecuencia, de la implementación de una organización territorial estable que supere el actual nivel de conflicto y confrontación, el cual ha llegado incluso a violentar las formas de la democracia con el encarcelamiento de personas acusadas de delitos (rebelión) que, a la luz de las leyes y el Derecho, no habrían perpetrado. En una nación de naciones, la soberanía de los territorios es compartida entre el Estado Nación y las naciones que lo integran. La consecución de la convivencia sólo puede ser consecuencia de la negociación entre las partes. Dicho de otro modo: la unidad de España emergerá firme del resultado de un diálogo franco y abierto con Cataluña y Euskadi (de momento) del cual surja un marco organizativo del Estado en el que buena parte de las poblaciones de esos territorios se encuentren a gusto. El camino del palo, la cárcel y la represión conducen a la ruptura de este país de países como entidad unitaria. La persistencia en la vía policial y judicial podría llevarnos a duras intervenciones en Cataluña y Euskadi que pulverizarían los aspectos democrático formales que aún mantiene el Régimen.

La paradoja de este asunto es que la bandera bicolor monárquica, que presuntamente representa la unidad de España, resulta ser el símbolo de las políticas que la están rompiendo, tanto en lo social como en lo territorial. joseharohernandez@gmail.com