20 de MAYO

La celda de Quevedo. Nos detenemos en Villanueva de los Infantes. Aquí, en el convento de los dominicos, expiró en 1645 Francisco de Quevedo Villegas. Su celda contiene una diminuta cama, una mesa y un reclinatorio. Siempre recuerdo las iluminadoras palabras que Borges escribió sobre él: que su uso del español parecía regresar al arduo latín de Séneca y de Lucano, y que no consiguió dar con un símbolo que perdurara en la imaginación de los hombres. Contrahecho, miope y alcohólico, fumador, putañero y triste, se inmiscuyó con escasa fortuna en política y nunca dejó de sospechar la inanidad de nuestra existencia. No ha de sorprender pues que, repasando el caos que fue su vida, diera en su último soneto (compuesto entre estas cuatro paredes) la bienvenida a la muerte: «Llegue rogada, pues mi bien previene; / hállame agradecido, no asustado; / mi vida acabe y mi vivir ordene».

23 de MAYO

De cuando aquel Hollywood. Las cacerías por librerías de viejo pueden depararnos sorpresas tan placenteras como este Adiós a Hollywood con un beso, de Anita Loos. Nunca había oído hablar de Loos, pero basta leer las primeras páginas para darnos cuenta de que nos hallamos ante una mujer tan inteligente como mordaz. Escasa de estatura, su novela más celebrada fue Los caballeros las prefieren rubias. En el libro que tengo ahora en mis manos, escrito al final de su vida, retrata los años veinte y treinta en el mundo del cine, cuando éste no era considerado todavía un arte (más bien, una forma burda de hacer dinero) y directores como D. W. Griffith seguían ambicionando convertirse en poetas o en autores teatrales.

Loos habla de escritores célebres que conoció muy de cerca (Aldous Huxley, H. G. Wells, Giovanni Papini o el irredento borracho Scott Fitzgerald), pero la anécdota más jugosa del libro la protagoniza un actor, Clark Gable. Pese a ser considerado la estrella más rutilante de Hollywood y uno de los hombres más atractivos sobre la Tierra, no era en absoluto vanidoso, hasta el punto de no avergonzarse de llevar dentadura postiza. Loos cuenta que una vez, en cierta fiesta, se encontró al actor enjuagando su dentadura en una fuente. Gable, al verla llegar, señaló sus propios labios hundidos y, exagerando su siseo al hablar, le dijo: «¡Mira! ¡El novio de América!».

26 de MAYO

Secarral. Después de comer en un restaurante de La Aparecida, salgo a caminar por una pista de tierra que lleva al pie de la sierra de Orihuela. Desde aquí se contemplan el castillo de Monteagudo y las torres más altas de la ciudad de Murcia. El paisaje está dominado por algarrobos, higueras, tapeneras, hierbas aromáticas cuyo nombre ignoro y, de vez en cuando, algún que otro pino. No sé qué comerían las cabras del poeta Miguel Hernández cuando las sacaba a pastar por estas laderas. Aún no ha terminado mayo y esto ya es un puro secarral. Desde Cieza hasta Orihuela, todo lo que no es la vega del río parece un desolado paisaje afgano. Repito para mis adentros esa palabra: secarral. Suena casi como una onomatopeya. Secarral. Secarral. Secarral.

31 de MAYO

Conexiones visuales. En el enésimo libro que leo sobre Bob Dylan, debido en este caso a Manuel López Poy, descubro que el cantautor de Minnesota acudió con 18 años a un concierto de Buddy Holly, en 1959, y que (según afirmaría más tarde) llegó a mantener «un momento de especial conexión visual» con el que entonces era uno de sus mayores ídolos€ Pues bien, también yo tuve un momento de conexión visual (no sé si llamarla especial) con el propio Bob Dylan.

Ocurrió en el Poble Espanyol de Barcelona, donde ofreció un concierto en julio de 1993. Asistíamos Teresa, mi hermano Toni y yo, y llegamos temprano para situarnos lo más cerca posible del escenario. Según iban entrando nuevos espectadores al recinto, nos veíamos obligados a apretujarnos más y más unos contra otros. Las tres cervezas que me había bebido durante la espera acabaron provocándome unas ganas impostergables de orinar; para no perder mi puesto, evacué dentro de una botella de Coca-Cola vacía que luego dejé rodar por el piso de tierra.

Si el bochorno (o xafugó) puede rozar lo intolerable en los veranos barceloneses, qué decir en el centro de una aglomeración. Cuando Dylan iba por la séptima u octava pieza, Teresa sufrió una repentina lipotimia y apenas logró decir «vámonos» antes de caer al suelo a plomo (la masa humana nos había alejado ya del lugar donde se vaciaba la botella). De forma instantánea se abrió alrededor de ella un corro de personas entre las que, probablemente, yo era el más alto. Tal vez por eso Dylan, situado a no más de seis o siete metros, me miró a los ojos a través del resplandor de los focos como preguntando: «¿Está ocurriendo algo por lo que deba alarmarme?».

Sabía que, desde el asesinato de John Lennon trece años atrás, tenía pavor a sufrir un atentado, por lo que mi respuesta visual (que apenas duró unas décimas de segundo) significó algo así como: «Tranquilo, sólo es un desmayo. Sigue cantando». Así que Bob siguió cantando y mi hermano Toni y yo seguimos intentando levantar a Teresa para llevarla a la enfermería; pero todos sudábamos a mares, y ella se nos resbalaba una y otra vez, y (aún no sé cómo) le quebramos la clavícula y terminamos esa noche cálida y húmeda surcando las calles de Barcelona a bordo de una ambulancia ululante, mientras Bob seguía cantando en las faldas de Montjuic.

Y ahora, sentado en el salón de mi casa con un vaso de vino en la mano, cuando hace ya mucho tiempo que a Teresa se le soldó esa fractura, me pregunto si la mirada que (según este libro) Buddy Holly le transmitió a Bob Dylan en 1959, podría ser de algún modo la misma que luego Dylan me traspasó a mí aquella noche de 1993, y si, en el futuro, yo le transferiré también esa mirada a alguien del público mientras esté dando alguna conferencia o presentando algún libro€ Bueno, llegados a este punto, creo que lo mejor será que deje de beber.