Asistimos a los últimos ecos de un espectáculo repetido con la exacta periodicidad de los Juegos Olímpicos y del movimiento de los astros. Una competición a la que acuden los varones más esforzados de entre las naciones, a las que sirve de anfitrión en esta ocasión un país belicoso que exhibe tanto su hospitalidad como sus rasgos autocráticos y guerreros. No se trata de justas medievales del idílico mundo de las sagas y los caballeros, ni de una colorida fiesta a la que asisten invitados los oficiales del zar con sus uniformes de gala, aunque guarda ciertas similitudes en tanto que se trata de un universo viril, épico, una sucesión de batallas simuladas y galantes entre ejércitos adornados con vistosas prendas de colores. Escuadras enemigas baten la portería contraria con evoluciones sujetas a norma y reglamentación que tanto tienen de estratégico como de coreográfico y teatral, pues la cancha no es sino un gigantesco teatro al aire libre que porta en su geometrismo de rectángulos, círculos y áreas una imagen cósmica del mundo.

Los combatientes de esta guerra simulada, a quienes solemos llamar 'jugadores', a veces tatuados y ataviados con un corte de pelo étnico y guerrero, son portadores de símbolos y heráldica, en el pecho un escudo y en la camiseta los colores nacionales. Antes de dar comienzo al certamen resuenan los himnos patrios que se escuchan en formación castrense y el primer golpe se consagra a las fuerzas desconocidas del azar echando las suertes con una moneda. Alrededor de la cancha, sobre las gradas, una nutrida presencia de legiones de seguidores acompaña a su equipo portando banderas, escudos y emblemas, pintadas las caras, lanzando bengalas y dando rienda suelta a todos sus sentimientos durante el partido: alegría, miedo, decepción, ira. A ello se suman las pancartas adornadas con lemas como jaculatorias que van más allá de lo deportivo invocando la fortuna y el éxito para los suyos y la ruina para los antagonistas.

Los esfuerzos físicos más duros parecen en la distancia suaves y artísticos movimientos de danza; la aparente sencillez, ligereza, agilidad y velocidad con que se desarrollan las evoluciones físicas muestran una belleza sólo posible cuando la técnica y la precisión se enfrentan tanto a la materia hecha realidad en el balón como a la pura física de la gravedad y del tiempo. En el campo la perfección del círculo y la rotundidad del cuadrado representan una unión entre lo material y lo ideal. Se refuerza así el carácter simbólico, astronómico y solar que desde la antigüedad tuvieron los primitivos juegos de pelota, algo patente al ver el balón trazando un orto similar al sol cuando este desarrolla su movimiento aparente sobre la Tierra plana.

No son pocos los elementos iconográficos que la publicidad deportiva toma de la Antigüedad Clásica, del mundo de los gladiadores o de los dioses, y se los atribuye directamente al fútbol. La dimensión épica es consustancial a la lucha, al enfrentamiento entre países. En ocasiones produce sucedáneos muy logrados de la tensión y dramatismo que encontraríamos en un enfrentamiento real, más aún en los encuentros protagonizados con países que tienen viejos contenciosos entre sí en el mundo no precisamente lúdico de la geopolítica. Los arquetipos del combate afloran. Hay jugadores arrogantes y jugadores humildes; jugadores que desean ganar omitiendo cualquier reconocimiento del contrario o de los propios compañeros; jugadores que hacen gala de valores elevados, respeto al rival, cortesía y compañerismo. Y tenemos, por supuesto, como en todas las epopeyas, a los grandes sacrílegos y traidores, a los malvados que sucumben al dopaje y la corrupción. En los jugadores de fútbol contemporáneos reconocemos elementos antiquísimos de héroes y villanos. Vemos una serie de dignos seguidores de Aquiles, héroes por naturaleza, o de Héctor, héroes por deber. Entre sus entrenadores y directivos igualmente descubrimos a un desabrido y agresivo Agamenón; a un soberbio y descontrolado Áyax que pone en riesgo su integridad física poseído por el exceso de las emociones, el enfado y el rencor; a veces damos con un hombre tranquilo y de maneras pausadas como el sabio rey de Pilos, Néstor. También aquí, en este espectáculo homérico, oscilamos de los dionisíaco a lo apolíneo.

A despecho del más que evidente dominio del dinero y del márquetin entran en acción palabras ancestrales que nadie pronuncia en la vida cotidiana salvo en el juego o en las guerras auténticas: lealtad, orgullo, confianza, dolor, esperanza. También los elementos atávicos aparecen entre los espectadores que se sienten como el auténtico coro de la tragedia, que experimentan episodios más allá de la alegría y desgarros por encima del dolor durante el desarrollo del partido, cuya observación es en mayor parte participación emocional, visceral, puramente sentimental. No hay reflexión durante el juego salvo la de los entrenadores, antiguos jugadores que con el ocaso de sus fuerzas físicas exhiben experiencia y un extraordinario conocimiento técnico.

El futbol es uno de los mitos que conforman nuestra sociedad contemporánea, a su belleza y teatralidad, colorido y brillante ejecución técnica, se le añade ahora la garante precisión del VAR, que es tanto como reconocer que el ser humano ha creado un juego que le supera y necesita de la ayuda técnica, de la visión artificial para atrapar el momento decisivo de la jugada, el gol o la falta que los ojos humanos no pueden captar. Todo ello nos reafirma en lo difícil que es dominar el espíritu del juego una vez que se ha desatado, su carácter autónomo y atávico, ancestral, guerrero, épico y primitivo, amante de la fuerza y de aplastar al enemigo. Su más que frecuente uso para el dominio demagógico de la masa en política y para ofender y vituperar a un rival al que aún no se puede atacar por métodos más expeditivos advierte contra esta otra vertiente demoniaca de un espectáculo que consigue que miles, millones, de personas obren enfervorecidamente en todo el mundo al mismo tiempo. A través del entramado de curvas y líneas de su cancha, imagen cósmica del mundo cruzado por la esfera solar, se oyen las voces de los dioses sin nombre que dejamos en las profundidades milenios atrás. Todavía nos hablan y la humanidad aún los escucha.