Trabajo en un instituto de secundaria. Desde hace poco tiempo llevo las redes sociales de mi centro. Como parece natural en estos tiempos, muchos de nuestros alumnos son nuestros mayores seguidores en esos medios.

De vez en cuando he observado un mensaje que me llamaba la atención y que me avisaba de que un alumno cumplía años y me invitaba a felicitarlo. Lo asombroso era que su edad era siempre entre los veinte y treinta años, cuando nuestros alumnos tienen, en general, entre doce y dieciocho años. No he consultado la ley, ni pienso hacerlo, pero tiene toda la pinta de que para ser aceptados en esas redes se necesita tener una edad mínima. Y, como siempre, la sociedad mirando para otro lado.

Ante lo dicho, hay dos opciones. Si queremos hacer valer que los menores de edad no puedan abrirse una cuenta, habrá que obligar a todas estas mastodónticas corporaciones a que no valga con una simple declaración para poder acceder a sus servicios. La otra opción es asumir que cualquier persona, independientemente de su edad, pueda disfrutar de esas redes sociales. Lo que no parece de recibo es que el legislador piense que al ser menores de edad no son maduros para ese tipo de cosas y, simultáneamente, se tolere el acceso de menores de edad a esas redes.

Esta ambigua manera de proceder cuando hay por medio niños y jóvenes no se limita al acceso a las redes sociales. Pensemos, por ejemplo, en otro tema candente, el del alcohol. Desde hace algunos años, nuestra sociedad ha asumido que el consumo de alcohol entre nuestra juventud debe ser controlado. Pero es un hecho sabido por todos que ese consumo crece y crece sin parar.

El mantra de que la educación puede cambiar todo es muy bonito pero sólo es un lema hueco que sirve para adormecer algunas conciencias pero no para modificar el comportamiento inundando los centros educativos con charlas y con campañas publicitarias. Porque las charlas y peroratas varias, si están bien montadas (que esa es otra), proporcionan argumentos. Pero el comportamiento humano da mucho de sí y, en la etapa de la adolescencia tiene más contacto con comportamientos gregarios y fascinación con lo desconocido que con la lógica; de ahí que los filósofos digan que esto del comportamiento es más cuestión de prudencia que de ciencia.

Durante los últimos años hemos escuchado a alguno de los políticos hablar de la cultura del esfuerzo y de una enseñanza de calidad. Al mismo tiempo las leyes educativas permiten que los alumnos de ESO puedan obtener el título con hasta dos asignaturas suspensas sin ni siquiera tener que presentarse a la convocatoria extraordinaria. Quede a título de ejemplo para mi argumento: la lógica estricta dice que si el título indica que el alumno posee ciertos conocimientos y se otorga sin que los posea, se está mintiendo. O se está a otra cosa, que también es hacer trampas jugando al solitario.

No deja de ser chocante que una política educativa que no respeta la lógica más elemental, pretenda luego que los alumnos sigan dócilmente el argumentario lanzado en charlas y campañas.

Ocurre además que el exceso asfixiante de legislación (y no hablo sólo de la deprimente concreción de estándares y perfiles competenciales en el ámbito educativo) sólo logra confundir a quien quiere tener clara su tarea para poder entregarse a ella. Hace felices a los legulellos y chupatintas cuya función no va más allá de la cuadrícula, el texto y la charla formativa.

Desearía que para legislar se estudiaran los problemas en serio y no se dieran soluciones facilonas y simplistas a temas complejos buscando el aplauso fácil, y esto sólo se puede hacer desde un profundo conocimiento de la naturaleza humana, que no sólo es argumento y razón sino también hábitos del corazón, el comportamiento y la pasión. Y no se mejora igual la razón que ignora (que necesita conocimiento) que la voluntad que quiere y obra el mal, por debilidad o indecencia (que no es lo mismo y no se corrigen igual).

Dice Orwell en Homenaje a Cataluña (un magnífico libro para leer o releer este verano) que el español se caracteriza por un talante anarquista y una decencia innata. Somos un gran pueblo poco inclinado a la obediencia de las normas, grandes vasallos si damos con un buen señor, nobles hasta el heroísmo si hay causa noble y desencantados ante el fomento de la mediocridad que parece ser la tarea en que están nuestros gobernantes. Multiplicando leyes, que es un viejo procedimiento para conseguir un pésimo gobierno, si hemos de fiarnos de los Anales de Tácito cuando sostiene que Pessima respublica plurima leges.