Para las abuelas de mi época, ir ´hecho un eccehomo´ era la expresión coloquial con la que definían el modo en que vestían los jóvenes que pretendían seguir las modas. Ya se sabe porque nada ha cambiado: los vaqueros rotos, cabeza despeinada y zapatos de mil tonalidades; un desastre a sus ojos.

Ecce homo («He aquí el hombre») dijo supuestamente el prefecto de Judea Poncio Pilato cuando presentó a Jesucristo al pueblo de Jerusalén después de haberle infligido toda suerte de castigos corporales, momentos antes de enviarle a la cruz.

Pero hecho un auténtico eccehomo dejó Cecilia Jiménez, en la localidad zaragozana de Borja, una pintura mural de Jesucristo del pasado siglo, al transformarla de imagen pía a un Paquirrín desdibujado hace cinco o seis años. Haciendo balance del destrozo que supuso aquello que la anciana quiso llamar restauración, quizá no se haya perdido tanto porque las visitas de turistas han compensado a la localidad por la chapuza, dado el escaso valor original del lienzo.

Igual de lacerado se ha quedado el San Jorge de Estella, una escultura a la que han dejado con cara de pánfilo, más parecido a Tintín o a un ninot colorido para quemar en las Fallas de Valencia que al mártir de Capadocia, al caer en las manos de un artista que regenta una tienda de manualidades del pueblo: una aterradora tropelía digna de las manos de un escolar.

Hace algunos años proliferaron escuelas y academias de restauración a la que muchos manitas se lanzaron a aprender a arreglar las mesillas de los tatarabuelos, pero estos dos engendros que se nos han salido del encuadre, constituyen el vivo ejemplo de que el riquísimo patrimonio de la Iglesia merece que se le eche un ojo, o más de una pieza acabará cubierta de Titanlux.

Esta es una nueva oportunidad para que se tomen medidas contra quienes, sin rigor ni conocimientos, atentan contra el Patrimonio, quizá con la mejor de las voluntades. Pero su intrusismo y la impunidad con la que se tratan estos atentados culturales hacen necesario que alguien se ponga manos a la obra, o que se dejen envejecer con dignidad las piezas de las parroquias de pueblo.

En un mundo en que a cualquier expresión de emociones se le llama Arte o Cultura, esto se queda fuera de catálogo, sin nombre, pero con un adjetivo: terrorífico.