Existe una capacidad mimética en el ser humano, una notable disposición para la imitación y el camuflaje, que forma parte del pasado común que compartimos con otros depredadores. Las plumas ahora solo decorativas que vemos en los sombreros de ciertos cazadores dan fe de aquella época en que para abatir a un animal había que portar una máscara, asemejarse él, imitar sus sonidos y sus formas fabricando los reclamos adecuados, capaces de reproducir la silueta del animal y sus sonidos conduciéndole a un engaño fatal. Hojas y ramitas dispuestas adecuadamente alrededor de un solitario emboscado le hacen pasar inadvertido; como si fuera parte del bosque ataca a su presa con mortal precisión saliendo de las sombras, entre el follaje o debajo del suelo. A veces la cacería cambia, la presa es humana y hay más participantes. Le llamamos batalla. Las ramitas y los uniformes especialmente confeccionados ocultan a un ejército dentro de la jungla que se hace visible solo en el último segundo y de repente, presas de la sorpresa y el terror, podemos gritar como el centinela de Macbeth que el bosque de Birnam se ha levantado y marcha sobre Dunsinane. Es verdad que hemos aprendido del reino animal, pero como no somos por naturaleza camaleones, hemos de suplir con la técnica artificial las carencias físicas. Así alcanzamos la perfección mimética cuando fabricamos ropas aptas para el camuflaje o cuando empleamos aviones invisibles, desarrollamos ingenios explosivos indetectables, o en el colmo de nuestra fantasía mítica contemporánea imaginamos en el cine seres antropomorfos hábilmente dotados para el camuflaje de cacería por el planeta Tierra o criaturas procedentes de un lejano universo, por sí mismas completamente miméticas sin necesidad del recurso a la tecnología, auténticas fuerzas primordiales de una naturaleza desconocida para el hombre.

Nuestra capacidad artificialmente implementada para la mímesis, una vez que se une en tiempos históricos relativamente recientes a nuestro talento industrial de reproducir en serie todas las cosas, da el salto revolucionario pasando de la imitación a la producción. Aunque no lo parezca, no solo somos imitadores con el fin de sobrevivir y cazar, somos imitadores por admiración y por contemplación. La naturaleza nos seduce y anima a imitarla (he aquí una dimensión demoníaca de esta en la que no solemos pensar). La invitación a la contemplación también es un verdadero riesgo, una ocasión de seducción para nosotros, que al fin y al cabo somos de la estirpe de Caín. La visión de lo absolutamente bello, de lo que es hermoso sin discusión, puede provocar en el alma humana (ya industrializada y mecanizada) la aspiración a la imitación a través de la técnica, y despertar paralelamente el deseo de posesión. Mientras que la imitación de la naturaleza forma parte de nuestra antiquísima predisposición por la mímesis y no precisa de un alma racional, mientras que el goce estético en la contemplación nació con posterioridad aun siendo tan antiguo como la más antigua de las pinturas rupestres, en cambio, el deseo de posesión y reproducción de los objetos bellos y útiles pertenece a nuestro pasado más reciente, nace con el desarrollo de la industria y nos conduce a procesos rápidos y acelerados a los que no estamos acostumbrados. La tecnología y la industria han sido creación nuestra, pero nos han superado.

La tentación ante la que hemos sucumbido ha sido la de querer manipular y acelerar la naturaleza para mejorarla, domesticarla y obligarla a producir para nosotros. Al principio la humanidad accedía a ella con elementos mágicos y conjuros de chamán, después la sabiduría del alquimista anticipó la sabiduría técnica del herrero. La lógica empresarial y la religión del máximo beneficio hicieron el resto con la ayuda de las revoluciones científicas. La plantación de azúcar es el claro antecedente de la fábrica industrial. Lo natural y lo artificial se han mezclado irremediablemente, indisolublemente. Así le ocurre al artesano judío de Leviatán (1938), la novela de Joseph Roth. El artífice elabora preciosos abalorios trabajando con corales naturales procedentes de las profundidades marinas, pero la avaricia por la ganancia le inspira la idea de mezclar corales falsos de celuloide con corales auténticos. Mientras que los corales naturales eran fruto del tiempo y de la acción del mar, los corales artificiales representaban un salto hacia un beneficio mayor, la mezcolanza de ambos resultaba un auténtico sacrilegio, una abominación. Levantar el velo de la naturaleza para alcanzar el sueño de la creación artificial y su rentable reproductibilidad fue algo que también preocupó a Nathaniel Hawthorne, en cuyos personajes encontramos rasgos prometeicos, a veces bajo la forma de una farsa casi grotesca, como en la historia de la creación de un hombre artificial a partir de un espantapájaros por obra de una bruja (Feathertop, 1852), pero también mostrando que la creación artística puede ser mágica y técnica por igual, como en El Artista de la Belleza de 1844, donde un extraño inventor crea seres artificiales, bellas y dinámicas mariposas de vidrio que tanto recuerdan a las robóticas Abejas de cristal, que posteriormente encontramos en la novela de Ernst Jünger escrita en 1957. La estética puede aliarse con la técnica para conseguir el dominio del fuego y la materia (y entonces el ser humano es Prometeo) pero también para alcanzar y erotizar la materia, poseer la belleza de algo que no es natural, que supera a lo natural y se mezcla con ello (y entonces el ser humano es Pigmalión, enamorado de su propia creación artificial).

Se busca mejorar la naturaleza y traducirla a términos económicos. He ahí algo que por igual es progreso y profanación. Todavía hoy nuestro interior nos avisa y advierte en contra, nos dice que por encima del interés por el beneficio material debe prevalecer otra cosa diferente y más necesaria: el respeto a un mundo que hemos cambiado y sobre el que hemos dejado huella de nuestro paso semejante a una cicatriz, un mundo que sigue siendo el hogar de toda la humanidad. He aquí algo en lo que pensar día a día, detenidamente, frente a aquello que se puede contemplar, pero no poseer, a orillas de bosques centenarios o junto a antiguas formaciones coralinas.